Contranota
CRÓNICAS DE CARACHE
Carache. Fotografía: Carlos Arrieche
¿Quién no ha tenido un río en la
infancia para prolongar los sueños y la imaginación? Si el mar es el sitio de
la memoria, del regazo materno, el río es el disparo contra la oquedad del
destino. Allá van nuestros más recónditas ensoñaciones.
Minumboc es un hilo de agua (no sé si
aún existe porque lo han ido tupiendo los desechos del progreso) que me ata a
mi lugar de origen, Carache. Entre
montañas y neblinadas tardes de otros tiempos, cuando el cielo abría sus
compuertas y las nubes anegaban las calles con un turbión cremoso que
empastelaba las paredes, y la esperanza bajaba por los pastales y peñascos
arrasados: “Estamos en un círculo de montañas / hendidos en la penumbra de la
lluvia / con unos sorbos de café / mientras la niebla / nos habla de los
ausentes / que se encuentran solos / en el viejo cementerio de La Playa /
profundos y sonoros / en el campanario del pueblo, / pero a ellos nada les
resiente / ni la humedad de laderas y quebradas, / están cobijados en los
montes / que el viento lleva silbantes. / Sólo mis pasos junto a sus lechos /
sin que los pinos / y tantos rostros en el aire / presientan la devastada soledad
del corazón” (Cantares, 1987)
Luego, nuestro padre – obrero
petrolero, que la reversión jamás pagará sus noches expectantes frente el
trepidar de máquinas, humo y aceite – nos condujo a estos lugares de agua
mansa. Y Yo, que nunca había visto tantos espejos restallantes bajo el sol, y
tanto rumor de arenas y hojas blandiendo en el horizonte, no podía creer que
tanta dimensión cupiera en un mismo sitio.
Nunca me alejé de aquellos cerros, ni
de los valles. Había un reclamo a la memoria de los sonidos, los olores y
sabores (Baudelaire) de una naturaleza que nos cruzaba palmo a palmo la piel.
Pero tampoco he abandonado esta tierra zuliana donde han nacido y crecen mis
poemas. Una ciudad que es el horizonte mismo, una ardorosa costumbre de
llamarse Maracaibo, y ser justamente el equilibrio de la memoriosa claridad que
sobre las rampas del viento nos vistió de sal alguna vez en otredad, para
guardar el nombre mágico del lago.
El río y el lago han venido haciendo su
trabajo en silencio, horadando sin cesar la vida para transmutarla en otra que
nos viene con los años, sin darnos cuenta – casi nunca nos enteramos – de
cuánto ha trasegado la sangre por los cauces de la naturaleza como un Heráclito
irredento en la profundidad del recuerdo. Incluso, para alguien que trabaja con
greda de los sueños, sólo es dado reconocer que no hay dos momentos exactos y
que el azar es infinito. Que ama, sin embargo, el rostro luminoso de lo
viviente: fraguado en el pozo del inconsciente colectivo para restituirse en el
alma individual, para avistar en las vigilias los fulgurantes trazos de una
caligrafía inmarcesible.
Jesús Quevedo Durán fue el cronista de
Carache, labor truncada por la muerte cuando se dedicaba con pasión a recuperar
los papeles de su pueblo; reconstruir la historia y los recuerdos de las gentes
que hicieron y hacen posible la existencia carachense. Las he revivido en cada
una de esas páginas escritas con el acento del hombre de montaña. Como
fantasmas se han cruzado en mis pensamientos: memorables duendes de la infancia,
crónica familiar y recodo de ausencia, donde acrecen los días perennes del
arado.
Maracaibo, diario Panorama. 2000.
José Francisco Ortiz
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