RECUERDOS
A Andrés Eloy, en su
memoria
Con el escarnio vocinglero de los
muchachos del pueblo, hace su entrada en la casa la señorita Trinante.
Estrafalaria, de abigarradas vestiduras, lleva entre las manos un santo de
arcilla, y alrededor del cuello innúmeros collares, hechos con piedras del río,
caracoles del mar, cristales multicolores engarzados con pendientes que dan la
impresión de que se trata de escapularios o emblemas de una raza inmemorial.
El reloj de la iglesia asiste a la
diaria faena de marcar las horas. Son las nueve de la mañana y es domingo. Las
calles apuran la mezcla de perfumes y alcoholes como si hombres y mujeres
fueran reclamados por los acordes de la retreta. Una inveterada insistencia los
reúne en la plaza donde sus cuerpos exhalan el aliento de primitivas faenas.
Hoy, la novedad trajo sus alforjas y el aire denso de los días, para rumiar en
cada uno de nosotros exacta posesión.
Afuera, el relincho de los caballos
rebota en las piedras como lajas sobre el río, mientras la muchachada se
abalanza por el corredor detrás de la señorita Trinante.
Los ancianos observan la escena sin
atinar palabras. Sólo se miran y sonríen. Recuerdan a esta mujer como un icono
que el tiempo no ha logrado envejecer. Para ellos el miedo de los años ya no
existe, pero fibrilan como los adolescentes cuando creen sentirla como el
primer roce del amor, pues reconocen que nunca pudieron vivirla plenamente
porque aún permanece virgen. Tiene, entonces, la virtud de hacerse amistosa con
las parturientas y cuando nace un niño se la ve trajinar de un lado para otro
con inefable entusiasmo. Poseída por los espíritus, lee la buenaventura. Allí,
frente a nuestra madre, está ella, y yo, aferrado del prensil de la cama, la
escucho.
- ¿Cómo se llama? -pregunta la señorita Trinante.
- Andrés -dice mi madre -Andrés Eloy.
Descubro el encantamiento de las
palabras, porque aquella mujer que daba miedos se transforma ante mis ojos en
un ser extraño y majestuoso. Sus manos giran en el aire como pañuelos que se
desvanecen en la distancia sin que por algún momento la figura de arcilla se
desprenda de los dedos que la retienen. Es tan alta y delgada, y sus
movimientos tan ágiles que tiende a disiparse ante mis ojos. Cuando pasan los
días sin que ella aparezca, sin que su voz llene el almenar de ilusiones de mis
parientes, y la gravedad de su perfume ya desvanecido no atolondre a los
muchachos de la calle, me voy al río porque la presiento resurgir de las aguas,
flotar en las montaña, vencer los peñascos y remontarse hacia las nubes como un
ser angélico que había dejado su morada en el cielo para vivir entre los
mortales.
En mi locura, trato de encontrarla en
los sitios más disímiles con la sola compañía de mi corazón, empujándome más y
más hacia su misterio. Vuelvo a la casa para quedarme en la puerta del zaguán
como quien espera la llegada de un ser querido. Ansío verla de nuevo, con su
camisón arrastrando el polvo de las calles, con la burla de los muchachos y el
cuchicheo de las mujeres. Pero de pronto aparece como un ventarrón sobre las
tumbas, conversando en el cementerio de la playa para dejar sus oraciones y sus
cantos sin que la perturbe la insensatez de la vida. No, no sólo es
imaginación. También, la sueño y la veo venir cubierta con plumas y escribe en
hojas blancas inmensas, signo tras signo, palabras que no logro recordar, sólo
sé que son hermosas, que vibran y crecen en diversas formas y colores. Y ella
les canta dándoles nombre por primera vez.
Como si se tratara de un rito
ancestral, va emergiendo en la presencia del oráculo. Toma al niño entre sus
manos. Lo levanta. Hace un círculo en el aire, en el centro de la sala. Sin
detenerse, frenética en su danza, con la certeza de quien conoce los dominios
de la vida, canta: “Chiquito, chiquito, como un grano de llantén, no te quiero
por bonito sino por hombre de bien”.
II
Andrés nos narra historias de la
familia, son palabras que cubren lentamente el espacio de nuestras edades, ha
logrado entusiasmarnos a pesar de ser el menor de nosotros, pero yo podía
comprender en un instante la fuerza de sus gestos, el alma que movía aquellas
frases simples y menesterosas como si se tratara de una madeja de signos que
giran hacia su propio centro, inagotables y nunca alcanzados.
A ratos la narración se entrecorta para
enlazarse con otra que deviene en una situación inesperada. Andrés habla por
otras personas, seguramente los abuelos le habían confiado parte de esos
bosquejos que despliega en nuestra memoria.
¿Quién podría prescindir de esos
relatos en la casa, hundida en el más absoluto silencio, orlada por el prisma
de las nubes en medio del valle de Carache? Las palabras surgen de la
diversidad de voces que lo acompañan en su destino. Nunca está solo. Es posible
que algunas emitan un brillo inesperado. Fraguadas por un herrero que nunca
quiso ver más allá de las virutas del carbón en la fiesta diaria del taller.
Son quemantes como las hojas del acero que ceden al tesón de la mano y del
martillo. Son tan delgadas y libres que no se las pueden atrapar sin ser
cortados; tienen el tedio del invierno y la monotonía de los árboles y del légamo
en alardes de vida y desmemoria.
Lúdicamente
nos dejamos llevar por la atmósfera que cubre los presentimientos iniciales.
Reconozco que no todo cuanto expresa puede ser devuelto sino en sombras como
pasadizos donde creen estar guarnecidas de las inclemencias del tiempo. Hecho
de muchas cosas virtuales comprende que ya no es él mismo sino un extraño que
ha venido haciendo su trabajo en silencio, horadando sin cesar la vida para
transmutarla en otra.
- Cuando se trabaja con greda de los
sueños, nunca hay dos momentos exactos y el azar es infinito -exclama Andrés. Y
como si fuera impulsado por una fuerza que violenta su cuerpo, se yergue en
medio del círculo que habíamos formado y comienza a recitarnos un poema.
- Aún no tiene nombre. Quisiera que
fuera simplemente una relación de palabras, pues cualquiera, si lo estima puede
tomarlo para sí. Como un vaso de agua, simplemente, como un vaso de agua -nos
dice, finalmente.
Las nubes sin existencia,
sin prisa vegetal
al borde de una mesa
donde solemos
conversar de las promesas
antiguas
sus fortalezas y sus
máscaras a la hora del festín.
La vida breve, las copas
en las manos
y el invierno con tanta
certidumbre
más cierto que estas
hojas donde crecen las palabras
como polen y sonidos en
las grietas del aire.
Nunca estará colmado
el recipiente donde moran
los dioses.
Ellos están distantes.
Su parco conversar nos ha
lanzado al olvido
y nosotros nunca
reconoceremos este sagrado lugar
del vino y de las blandas
posesiones del aire.
Nuestras voces son más
débiles que el chillido de los pájaros.
Vuelva la esperanza de
los que se han marchado
con sus botas de polvo y
sus míseras mansedumbres
sobre las rutas de las
nuevas ciudades,
por que los ángeles
cantan el triunfo de los hombres.
Levanten las viandas, las
ropas que enardecen el silencio
un mundo nuevo anuncia el
devastado corazón del obrero.
Venga la tierra de la
nostalgia,
el clamor de las
muchedumbres
¿Quién tiene más nombres
que este dios que nos celebra?
Tanta brevedad es
imposible
¿Cómo decir vida con
tanta fuerza en las almas?
¡Oh, los errabundos
que conocen la palabra
del abismo
y restituyen el amanecer
con sólo mirarlo:
jirones de luz contra la
vastedad de la muerte!
Anoche fuimos a la placita de Santa
Cruz. En las bancas nuestras sombras se alargaban. Conversamos sin
premeditación Ya podíamos mirarnos, aún permaneciendo en silencio, como si
hubiéramos asistido a la consagración de la esperanza.
Entonces, saqué del bolsillo de la
camisa la pequeña edición de El Corneta de Rilke.
Nos habíamos acostumbrado a la
efervescencia de las lecturas, y éstas nos permitían otro juego: revivir las
escenas de los libros como si fuéramos parte de la trama, porque remarcaba la
prueba de nuestros sueños. Ahora, atravesábamos bosques luminosos colmados de
seres inefables, Siddhartha tendía la red de las palabras sobre una cascada de
voces, cambiando la piel hasta no ser más que una mota de polvo en el aire; las
manos de Arjuna vibraban en la flecha con mayor ardor que la mesnada de hombres
combatiendo por un destino final; y Sancho reventaba la gula de los tiempos
cuando un magro jinete alardeaba en medio de las sombras; pero los pasos
furtivos de Raskolnikov, junto a paredes y andamios derruidos, nos mantenían al
filo del asombro. Rastreamos las huellas de Tiresias para vivir todas las
locuras, el ansia de existir en la leyenda.
-¿Por
qué sonríes? -susurró Andrés.
-Te pareces un poco a él, en los ojos
-le contesto, mostrando la foto de Rilke.
Andrés representa el legado de nuestros
antepasados que se quedaron en el Mediterráneo en un pedazo de la Isla de Elba.
Llegaron del norte de Europa y no era suficiente para nuestra raza, había que
ir más hacia el sur. Lo hiperbóreo reclama el trópico para asentarse en otros
cuerpos con el misterio de otros ojos. Andrés se torna en silencio. Revisa unos
papeles que extrae de las faltriqueras, los estruja formando una especie de
bola para tirarla al cesto de basura. Sin embargo, es un amago. Los va abriendo
(desanudando, creo que la palabra) frente a nosotros sin dejar de observarlos.
Algo me dice que ya no lo volveremos a ver. Él calla con firmeza en el rostro,
pero mis hermanas y nuestra madre se echan a llorar.
III
Solemos subir a los cerros, serpear los
caminos y allegarnos hasta la cruz, con nuestros papagayos debajo del brazo. El
zinc de las casas lanza destellos de tanto en tanto, pero, en lo alto la
abigarrada hueste de muchachos ya había comenzado a elevar esos pedazos de
papel contra el tibio día de mayo. Nos sentamos en un recodo a mirar el
centelleo de colores y formas de las nubes. Sentimos tanta alegría observando
cómo muchas de las veces no alcanzamos a los grupos porque la tarde los
dispersa hacia el valle, cuando el sol de los venados cae como un cuchillo
entre los zanjones.
Los techos de las casas difuminados por
la niebla como un surtidor de sombras en la tarde y los siete sonidos sordos
del reloj de la iglesia nos devuelven a la realidad.
Andrés se ha quedado en silencio sobre
las rocas. El papagayo zigzaguea. Se eleva ondulante y se detiene en lo alto,
tan alto que ya antes de perderse en la bruma, parece un punto vertical, hondo,
como la punta de una flecha hacia las nubes; pero de pronto ya no hay nada,
sólo la noche.
Cubrimos la cuesta en un trote
acompasado junto al rasgar de los grillos y los guijarros que por momento
triscan la pendiente. Andrés piensa: Tantas estrellas, si uno pudiera mantener
el ánimo toda la vida para describir estas cosas, estos lugares, andar siempre
con los míos, bajar al río y construir pozos y quedarnos en el agua embelesados
por la corriente, hacia los cañaverales, por entre las vegas, entre los bagazos
de caña en los recodos de los trapiches, dejándonos atraer por los vapores de
la caña en la molienda, la mezcla de la cal y el zumbido de la abejas, todo
confundido en un sabor a hojas, helechos, pinos y cedros con los sudores de los
obreros que remueven el guarapo en los pailones, uno a uno, hasta que la densidad
de la miel rellena los cucuruchos.
No he querido perturbar el silencio de
mi hermano. Conozco sus pensamientos. Por dónde vaga en estos momentos,
saltando y gritando desde siempre junto al pozo, subiendo al puente para
lanzarse perfectamente al agua. Pero nunca he comprendido el porqué las fiestas
de la Cruz de mayo, Él, en un arrebato de alegría, oprime contra su pecho la
madeja de hilos para luego dejarlos correr por entre los dedos hasta que el
roce abrasivo marca surcos rojizos en las manos. Es implacable en su
desprendimiento porque anhela alcanzar el último rincón de las montañas. Cuando
regresemos, sé de alguna manera, que Andrés ya no estará conmigo.
IV
La luna muestra sus dominios en el
cielo. Los aleros se alinean en sombras perfectas sobre el patio. A la puerta
del cuarto de nuestra madre, mis hermanas aguzan los oídos para tratar de
escuchar todo cuanto ocurre en la habitación. La partera llegó a la tarde. La
vimos atravesar el zaguán, luego el corredor y, finalmente, entró a la sala contigua
a la habitación de nuestra madre. Aunque éste es el recorrido que hacen todas
las personas que nos visitan, para nosotros la presencia de Angélica, la
partera, motiva curiosidad y pensamientos diversos en nuestras
conversaciones…El ajetreo nervioso de las abuelas y de nuestro padre nos
mantienen en vilo hasta muy entrada la noche.
Año tras año, he visto a esta mujer
escurrirse silenciosamente como una delgada hoja llevada por el viento a muchos
lugares, sin que exista otro propósito que no sea el de su oficio de cuidar el
nacimiento de los niños. ¿En cuántas casas sus manos han prodigado el primer
calor terrestre, la primera caricia extraña y las palabras que nos dan
pertenencia entre aquellas gentes cuyo amor sentiremos más tarde? Y, sin embargo,
pienso que nunca ha sido feliz. Es tosca y huraña en el trato con la gente:
despectiva, hiriente y no pocas veces procaz, alardea de su profesión y de ser
la única partera del pueblo. Nadie contradice sus órdenes. No obstante, se
llena de rubores y los ojos la resplandecen cuando el calor de los recién
nacidos llega a sus manos. Seguramente, adopta a cada niño en su corazón
rindiéndoles toda clase de mimos y palabras lisonjeras, llenas de gracia y
mansedumbre. Tal vez, por esa razón, los muchachos del pueblo la visitan con
más frecuencia de lo normal, aunque ella, a medida que los ve crecer, los aleja
con indiferencia.
Su casa colinda con la nuestra, tiene
un jardín central con manzanos y orquídeas, y unos conejos que parecen motas
saltarinas escurriéndose fugazmente por las habitaciones; un pasillo que sigue
sin interrupción hacia la sala, el comedor y la cocina, para encontrarse,
finalmente, un solar atravesado por tapias gastadas, semejando ruinas
antiquísimas. Esta tarde, cuando fui a buscarla, me asechaba esta retahíla de
imágenes. Estaba confiado en esta nueva oportunidad para revivir el laberinto
de formas y olores que los años han restañado en las paredes, las puertas y en
los remolinos que surgen abruptamente, como hipos terrestres en el centro del
jardín. Obviamente, la imaginación trepa a las cornisas, los pescantes y las
columnas de madera sobre las cuales penden figurillas de madera y de cristal
orladas con cintas de colores.
Esta abigarrada disposición de los
objetos tenía su encanto, como si al poner los pies en aquel sitio se estuviera
de pronto ante un templo. Una vez más, llegué a corroborarlo. Me parecía, de
pronto, estar en presencia de un mural gótico abandonado por la indolencia de
algún artista o, es posible, que las numerosas restauraciones efectuadas a lo
largo de los años lo trastrocaron de la versión original. En fin, como remate
de esa visión inenarrable, resaltaban unas manotas de mármol sobre un pedestal
de caracolas y una lanza que, suspendida del techo por un cordel, parecía a
punto de atravesar a los incautos visitantes. Hecha esta observación, se podría
decir que nada cambia en esta casa. De alguna manera, representa exactamente
cada rincón del pueblo. Las cosas parecen estar retraídas del tiempo que sólo
acceden al reclamo del reloj de la iglesia, pues nunca deja de cumplir con su
cita horaria de todos los días.
No recuerdo haber visto morir a los
ancianos, hasta que les fueron quitando una a una las piedras de las calles,
hasta que arrancaron los pinos de la plaza, y el río, que antaño fue un turbión
de barro, hojas y raíces en las calles, con pátinas cremosas sobre las fachadas
de las casas, se fue secando hasta no quedar más que un hilo de agua, entonces
el abuelo Blas se dejó caer en la mecedora y comenzó a balancearse con los
demás parientes ancianos, luego con los vecinos, finalmente, se regó por todo
el pueblo como una enfermedad fatal que arrasó con los viejos.
La neblina se desliza por la piel. Pero
el frío no se impone a nuestra voluntad de permanecer unidos. Elsy es la mayor.
Siempre lleva el cabello suelto porque es sedoso y difícil de trenzar; sin
embargo, hay un dejo de tristeza en su rostro cuando peina los cabellos de sus
hermanas. Creo que le hubiera gustado ser actriz. Tenía pretextos de sobra para
dar representaciones en el patio de la casa. La veíamos girar en puntillas,
como una danzarina perfecta, con movimientos gráciles que copiaba de las
películas que rodaban en el cine; seguramente, cuando abría los figurines y
aparecían las modelos con los trajes que imaginaba, se veía bailando en salones
que aún no conocía y la música era leve como el aire de los eucaliptos y el
serpear del agua sobre las piedras del río. La acompañábamos con vítores y
aplausos cuando el Danubio Azul emergía por la boca del gramófono,
acelerándonos el corazón.
Si sólo pudiera ver los ojos de mi
madre -dijo, quedamente. He compuesto su cama con sábanas blancas, muy blancas;
en el aguamanil, la jarra con agua del tinajero y jabón de la tierra. Ahora,
sólo nos queda esta espesa y redonda quietud que nos vigila desde el cielo.
En el escarceo de la luz y la neblina
ve la imagen del abuelo Blas. Cierra los ojos, pues comprende que es sólo la
sombra de otras sombras siguiendo la ruta del viento hacia el solar de la casa,
como si fuera un sueño que la noche trasiega hacia los confines de las
estrellas. Contempla el rostro de las hermanas con emociones contenidas. Todas
-aún no lo saben- son parte de una escena de un tiempo inmemorial.
Marlene sigue pegada a la puerta,
parece una estampita de navidad, pues sus ojos negros alientan un tinte
especial, casi indefinido. Son como brasas luminosas en el centro del patio,
que le roban el fulgor a la luna… ¿Por qué estamos tan calladas? – reflexiona –
Oigo pasos en el cuarto. No. Alguien corre. ¿Por qué estamos allí? Esta tarde
nuestra madre se ha puesto bonita. Frente al espejo el carmín le ha dado fronda
de pomarrosa, y la mota de polvo le ha cubierto la tristeza de los días.
Pero es un recuerdo fugaz, porque ahora
surgen los arcos del patio, las hojas espejeantes del limonero y las calzadas
que dan hacia las habitaciones contiguas, cuando el frío cae de lleno sobre su
cara. Va acurrucándose lentamente, como si tratara de formar un ovillo, y hunde
su pequeño rostro en el cuenco de las manos.
Alfa Marina (El principio del mar
-según nuestro padre- o simplemente arroyo, río o fuente de donde proviene la
vida.) piensa que nos preparemos para las misa de gallos, para ella el tiempo
no tiene aún forma ni sentido. Hace algunos días habíamos dejado la navidad con
sus pesebres, las fiestas familiares y los parranderos que de puerta en puerta
cantaban los aguinaldos, ahora el año nuevo luce galas de esperanza en cada uno
de nosotros. Ella trata de percibir los rumores sordos de la habitación. Las
tejas sobre los techos de la casa rumorean los verdores del musgo, los ocres
difuminados de la luna contra la rampa del comedor y sobre las frondas de los
helechos, las orquídeas y el limonero.
Un ruido metálico y profundo, como
peñasco dando tumbos por las hondonadas del cerro, reverberando sin fin por los
campos, la ha devuelto a la realidad. Sigilosa, con un dedo en los labios marca
el silencio, porque quería escuchar… ¿Qué pasará? -se dijo- ¿Por qué Arnoldo
está tan callado? Acaso él, que nos ha visto nacer a todas, reconozca este
sagrado instante como el único de toda la vida del ser humano digno de ser
recordado por siempre. ¡Oh, esa luna, por qué brilla tanto!
La más pequeña tiene el nombre de una
virgen, más parecida a una imagen de Boticelli, con bucles dorados y ojos
azules, que su homónima de las estampitas religiosas, seguramente nunca tuvo.
Asunción recibirá los días por venir con una mezcla de alegría y soledad que
apenas comienza a presentir. Sólo escuchaba el rasgar de telas y el vaho del alcohol
confundido con el vapor del agua, y los pasos y las voces en el interior de la
habitación. Tal vez, ella no lo recuerde, y no tendría por qué hacerlo. La
semana anterior a su nacimiento, Carache fue sacudido por el terremoto de El
Tocuyo. La madre había subido a una mesa para tratar de cambiar una bombilla.
Hizo varias cabriolas en el aire y, seguidamente, rodó por tierra cuando el
pueblo empezó a caerse a pedazos. Los cerros descendían y las calles se
alineaban con los cerros. Esa noche la plaza y los solares fueron cubiertos con
carpas hasta que la gente se repuso y regresó a las casas.
“Es un niño”, -exclama la partera.
Todos nos miramos largamente sin
atrevernos a interrumpir el eco de los pasos que se agitan en la habitación.
Lentamente, con el sigilo que nos había mantenido en vilo, nos marchamos. Nunca
más volvimos a hablar de ese momento tan parecido ahora, cuando todos,
arrebatados por los sonidos del corazón de nuestro hermano, nos hemos quedado
nuevamente en silencio.
De El resplandor, 1996.
José Francisco Ortiz Morillo
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