El rostro ha dejado
de ser la imagen candorosa de los años febriles. El pelo sudoroso, abrasivo en
mohines tardos, va cayendo al vacío. ¿No es así como estás con los pies
desnudos sobre los cascajos de la tierra, acerándote para no ser otra cosa que
el olvido? Mañana, te dices, cuando cante el gallo tendrás una visión
aproximada de las cosas, lo que ahora ocurre no son sino fantasías y
maledicencias de un tiempo exhausto. El encaje matizado en el cuello de la
camisa. ¿Cómo voy a retenerla? Si sólo hay manchas ocres, desleídas voladuras
del papel hacia algún lugar de la pose que aún queda en nosotros,
mortificándonos, haciéndonos más sumisos. Tal vez sea el precio de la ironía,
nunca regresamos del instante. ¿Cómo volver, si sólo hay manchas ocres? ¿Y este
espacio oscuro, errátil, de dónde proviene? Como una sombra de café
inadvertida, cándida, volcada de la taza, flexible, extendiéndose amorosamente
hacia los bordes festinados del espejo, rozando la textura, robándola; pero, si
apenas quedan detalles del rostro con unos lunares misteriosos que clarean las
mejillas como si hubieran venido trabajando en silencio, lacerando la dimensión
rectangular de la fotografía. El traje y el pañuelo en el bolsillo y el clavel
rojo oscilando, entretejiendo la vana ilusión de la permanencia, no existen,
solo apenas un pequeño círculo rotulado, como un sello, pero ...¿un clavel?
¿cuándo? Y, si en verdad lo hubo, qué mano podrá atestiguarlo en este momento,
reintegrándolo de la arena pétalo tras pétalo...sólo arena, como en esta tarde
de ensueños de la que nunca has querido despertar.
¡Como se estremecen
los dedos! Han tocado la piel de esa joven. Al fondo sonriente, guiñando el ojo
izquierdo porque alguien pasa en este instante por la sala, tan cerca que casi
la ahoga con el ardor de su presencia.
La mano sobre el
hombro sostiene un pañuelito de encajes con nombre bordado en azul que ha
desaparecido porque apenas se ve el perfil de algunas letras sombreadas por la
palma de la mano, ligeramente inclinada. Ella continúa mirando al extraño a
pesar de que se ha marchado. El aroma y el agua de rosas se mezclan. Es tan
tersa la piel entre la orladura del corpiño, en el escote ligeramente abierto
que aprisiona los latidos del corazón, los labios insinuados porque,
seguramente, quieren hablar de sus ansias, pero es inútil el esfuerzo porque no
te has dado cuenta sentado en esa silla: todo armonía, reclinado, cruzando la
pierna derecha y sosteniendo el bastón grabado con tus iniciales en la
empuñadura de bronce, las manos una sobre la otra rendidas al extravió de la
luz, pero no, no puedes sentir esa mano palpitante sobre el hombro, no se
correspondería con tu actitud; ni siquiera la melodía que fluye del gramófono,
deslastrado del silencio, puede alcanzarte; sin embargo, Ella se estremece de
solo pensar en la gravedad del momento cuando las mejillas restañan el rubor
para rescatarla del vaho de la espera.
Para siempre, se
dijo, feliz, espléndida, girando levemente el paraguas en el piso. Hasta nunca,
le has dicho. Lo sé, porque me ha sido difícil desprender esta insinuación
borrosa que aún alardea en la sala cuando he pasado frente a Ella, mirándola
con nostalgia y ardor contenidos, en un sentimiento de abandono y alegría que tú
jamás comprenderás.
Guardo el gesto de
sus ojos negros y el rumor de sus palabras agitándose en el tiempo, ahora
cuando mis dedos avanzan silenciosos por el fragor de su piel... ¡Qué ingrávida
es esta música de Haendell!
De: El resplandor (1996)
José Francisco Ortiz Morillo
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