LOS COMENSALES
Los invitados mostraron sus credenciales ante un joven
funcionario apostado a la entrada del hotel, por sus ademanes, algunas veces
moderados o ligeros o simplemente pensados con sutil armonía, se llegó a
reconocer en él la perfección en aquella labor; con gran cuidado sonríe y, en
muchos de los casos, se podría aseverar el rango de los asistentes pues éste,
con visibles intentos, se inclinaba en aparecer cada vez más generoso ante las
solicitaciones que se le formulaban.
En algunos casos, de soslayo, mostrando
agradecimiento, los invitados dejan escuchar frases laudatorias hacia el joven
portero, sin embargo, indiferentes continúan por el pasillo hasta llegar a una
puerta de vidrio donde son esperados por dos funcionarios que se apresuran con
denuedo y ostensible alegría a recibirlos, pero luego se muestran muy
circunspectos pues por alguna causa ajena a la intención no todos los invitados
vienen trajeados de igual forma, quizás habría en ello una costumbre familiar
que, en todo caso, no molesta a la generalidad que entusiasmada acepta las
indicaciones que se les formulan. Antes de ser conducidos al vestíbulo central,
seguramente por alguna disposición inveterada, motivo o regla de tratamiento
del hotel, los comensales son llevados a una sala en cuyas paredes están
colocados numerosos espejos y tocadores. Todo puede ser encontrado o
solicitado, que con la presteza del requerimiento es solucionado hasta en las
minucias más extravagantes. Las damas empolvan una y otra vez sus mejillas,
confundiendo comentarios y risas al rememorar inquietas la juventud aparentemente
devuelta por aquellos afeites; los caballeros alisan suavemente con sus manos
el traje, se miran repetidamente al espejo, acomodan el nudo de sus
corbatas...sonríen. Ya ubicados en el vestíbulo se encuentran frente a una
larga mesa adornada con manteles relucientes, terminados en brocado y encajes,
y servida generosamente.
Al parecer los invitados se conocen o se tratan
desde mucho tiempo, lo cual se infiere de su comportamiento, pues dispersos en
pequeños grupitos, precedidos de manifestaciones de alegría, van de un lado
para otro reconociéndose. Casi se huelen. Llego a pensar que esto los asegura
de las intromisiones de extraños o desconocidos, así mantienen su condición y,
efectivamente, no se les podría en modo alguno privar de esta posibilidad, pues
languidecerían pronto consumidos por el hastío y la soledad de trato en las
labores que les conciernen diariamente.
Instantes después, uno de los funcionarios se
acerca y levanta las manos, realiza unos movimientos discretos y elegantes, y
dice o hace referencias incomprensibles de primer intento para los invitados
pero que, finalmente, captan jubilosos mientras van replegándose de manera
compacta mostrando con ello su existencia.
Unas palmadas del funcionario indican que deben
sentarse (se excedía en no causar la menor intranquilidad en los invitados,
pues de ocurrir una situación ominosa arriesgaba su permanencia y, seguramente,
sería conducido a otra labor: su voz era muy suave... apenas audible) expresa
que los anfitriones se excusan, pues inconvenientes de última hora
imposibilitaron el cumplimiento de la cita, que subsanado el motivo esperan
indulgencia o, en todo caso, se les permita conocer la voluntad de volver
nuevamente con mejores disposiciones, que en el futuro se guardarán de
cualquier inequidad que el tiempo o asunto imprevisto pudiese acometer contra
sus actos.
Cuando los anfitriones entraron al salón, los
comensales se mostraron aturdidos...
No llegaron a entender la infortunada labor del
funcionario.
De: El amanuense, 1980.
José Francisco Ortiz Morillo
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