LOS HORNOS DEL CIELO
Fernando
Garrido, pintor mexicano – Buscadores de sueños, 2008
La narrativa no
puede comprenderse sin atender a la presencia del mundo onírico del autor.
Muchos textos están escritos a partir de las imágenes provenientes del sueño, y
algunos surgen totalmente de ese mundo inasible que nos acompaña, sin que
nosotros los provoquemos, por lo menos eso creemos, y dejamos que una escueta
realidad tome por asalto nuestras más caras inquietudes.
Cuando escribí
El amanuense sé que estaba en la otra orilla de la realidad, es decir,
sumergido hasta el fondo en mis raíces nocturnas y, sin embargo, hubo un
episodio no contado que puede dar luces acerca de esta experiencia literaria.
Lo escribo ahora desprovisto del aliento de aquella hora, y como van
apareciendo las formas que alguna vez, hace ya mucho tiempo, vibraron en mi alma
y, seguramente, de haberlo copiado justamente una vez despierto, tendría un
sentido literario exacto.
Se trata de un
sueño aéreo. Volaba a mis anchas, sin ningún dispositivo que no fuera mi propio
cuerpo, sobre las montañas de mi pueblo. Divisaba abiertamente el cauce del
río, sus giros arbolados, en la sinuosa extensión del cauce sonoro, entre las
piedras y los pozos lentos donde golpeaban las caídas del agua. El agua se
sumergía y brotaba con leve espuma que las ramas arrastraban hacia los
oquedales del páramo.
En algún
momento, el verdor de los cañaverales parecía un cielo invertido, con su propio
firmamento de luces y nubes que la niebla mostraba. Aquella escena tenía algo
de humano porque en el sigilo efímeras sombras cerraron los caminos. Me atrajo
el encanto del lugar y bajé sin prisa, con la seguridad de estar protegido y,
sin embargo, una vez en tierra escuché el rasgar del aire y en la inquietud
noté que mis pantalones, a la altura de las pantorrillas, fueron abiertos por
flechas salidas de no sé dónde. Indagué hasta dónde me lo permitía el sueño.
Nunca vi a mis agresores (si es que verdaderamente se trataba de una emboscada
o de algo parecido a mis aturdimientos de la vigilia). Es posible que se
tratara de indígenas que, remontando el tiempo, venían a recuperar
sus espacios. Escuché nuevamente el chasquido sobre los arbustos y las flechas,
no ya contra mí, porque iban dirigidas hacia una de las montañas.
Quint
Buchholtz, artista alemán (1957) – Der flug
Volví a mi
estado natural de vuelo. Remonté las alturas para encontrarme ante una aldea
casi deshabitada, había pequeñas construcciones de piedra, algunos bohíos
a lo lejos que ofrecían un una extraña disposición de los objetos. Había pues
una mixtura cultural, quizá ya perdida por razones que no quise indagar pues
todo avanzaba muy de prisa sin que yo pudiera detenerlo. Ante mí, apareció un
hombre de baja estatura. Ciertamente, se trataba de un indígena, de piel
cobriza y de lento andar, su mirar estaba desprovisto de astucia, sin embargo
llegué a pensar con cierta ingenuidad que sus manos requerían mi atención, pues
se movían con insistencia como si quisieran alcanzarme. Llevaba un arma blanca,
la opacidad de la luz no me permitía definirla, a ratos parecía un sable, una
daga, un mandoble o simplemente una tablilla que la niebla aceraba ante mis
ojos.
Había algo
reptante en esas manos que flotaban, atrayéndome hacia el interior de aquella
casa de piedras, asentada sobre el abismo.
–Estos son mis
tres hijos– señaló a los pequeños que estaban acunados en uno de los rincones,
como si quisieran protegerse entre ellos. – Llegas oportunamente. Es la hora de
la comida, tengo el fuego provisto y uno de ellos será nuestro almuerzo.
No sé cómo me
repuse de aquel convite de antropofagia. Aún aturdido, le dije que no había
razones para algo que se consideraba un crimen. Intuí que se trataba de un
ritual pues me apartó bruscamente sin hacerme daño. Sentí sus manos como
algodones resbalando en mi piel y de nuevo su mirada definitiva sobre uno de
los muchachos. Antes de dar su golpe mortal, le retuve el brazo, no sé cómo y
de dónde aparecieron mis fuerzas, y por un instante balbuceó algunas palabras
que traté de comprender pues estaban expresadas en un dialecto que no podía
identificar. El espectáculo que se ofrecía ante mis ojos tradujo aquella orgía
de dolor y miseria.
–Tenemos
hambre, somos los últimos y no creo que sobrevivamos para cuando vuelvas– Estas
fueron sus palabras, luego confirmadas cuando le ofrecí dinero para que
comprara la comida que necesitaba. Sonrió y llamó a uno de los muchachos. Hizo
algunos gestos, movió sus pies como si danzara y señaló la puerta por donde
saldría el pequeño indígena para perderse entre la bruma y el serpeante camino
que bajaba.
–Ven, vamos
hacia aquella meseta– me dijo, tomándome del brazo, como si se tratara de
un hermano o de un padre amoroso. Sobre la tierra pulida había una estera y sin
esperar respuesta ante el giro de aquel grave asunto, me dijo:
–Siéntate, que
ahí se sentó Pablo Neruda.
José Francisco
Ortiz Morillo
Santa Cruz de
Mara, 20/11/2011
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