LA VISITA
Ernst Ferdinand Oehme, pintor aleman (1797-1855) - Procesión en
la niebla -detalle
El aire
vespertino, con su moho habitual y sus irisadas pelambres, nos reclamaban la
piel; las manos entumecidas de tanto temblor, ya apagadas, sólo esperaban que
la noche nos descubriera con los ojos abiertos al amanecer. Los celajes
de antaño no volverían jamás, sólo son un cobrizo restañado en los ojos
de los lugareños que aún persisten en su inocencia de creer que serán
redimidos. Nadie, salvo ese hombre que apareció como un fantasma salido de la
niebla, pálido, de una palidez que no puedo anunciar en este momento (pues
median unos sesenta años entre aquel tiempo y éste que ahora atraviesa como un
relámpago mi memoria) podría reunir tanta fe en la salvación del niño que
apretaba con dulce dolor en su pecho.
Llegó, ciertamente
al lugar adecuado. La casa de Blas Morillo era tenida como esperanza de los
oprimidos, de los desahuciados, de los sin pan y sobre todo de aquellos que en
hora extrema esperaban un aliento de vida. María Oliva, hija de Blas (mi madre)
tomó al infante en sus brazos y se marchó apresurada al dispensario, la
sombra del padre la seguía, parecía aquel hombre un saltimbanqui
pues oscilaba con cada golpe de niebla, y el niño aún respiraba –no he de
narrar cómo eran aquellos días de fatalidad y mísera existencia en la provincia.
Arturo Gordon, Pintor chileno (1883-1944) - El velorio del angelito.
No sé cuántas
horas transcurrieron. Pero ya era de noche cuando mi madre, flagelada por el
dolor y las lágrimas, comenzó a dar noticias, y las mujeres de la casa también
lloraron. Buscaron un mínimo ataúd, lo colocaron en la sala y fue un
pesebre de flores rutilantes a la luz de las velas. No sé qué se hizo el
hombre, no aparece en mi memoria, confieso que lo he buscado pero mi esfuerzo
ha sido inútil; es posible que el miedo y la pobreza que lo acompañaban le
hicieran desistir de sus esperanzas; también, que como una sombra, hubiese
permanecido silente ante el espectáculo, ahora apagado por las opacas miradas
de los vecinos y circunstantes.
Recuerdo, sí, como
si hubiese sido en este instante, la voz y la mirada de mi madre.
– No tarda
en llegar la madre de este angelito, Yo hablaré con ella –me dijo, y yo no
entendía el porqué las mujeres y el abuelo andaban desesperados–. Es preciso
–recalcó– que pueda atenderla y descubrirle lentamente lo ocurrido con su hijo.
Llegó la mujer,
temblorosa, como sacudida por aquella ventisca decembrina; su rostro aún
iluminado por la fuerza de las montañas impregnaba el cuadro de una extraña
fantasía que yo no lograba definir. Era tan hermosa, como una flor del
campo amparada por el tardo roció de un lejano día en las calles del pueblo.
–Señora –le dije,
con la ingenuidad terrible de quien no había conocido el rostro de la muerte,
pues la palabra “angelito” daba un giro en mi mente, y los dibujos, las
acuarelas en la biblioteca y de las fugaces imágenes recortadas a
contraluz en los vitrales de la iglesia, aparecía ahora con la voracidad de una
río crecido–, no se preocupe su hijo está bien cuidado, está en la sala y hay
un jardín a su lado.
El grito
desgarrado de la mujer, la mujer en el desamparo más absoluto, abrió su dolor y
corrió por los montes, retumbó por las paredes, se anidó en todos, y
sobre todo en mi corazón porque aún lo escucho en las noches de invierno.
José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 19/11/2011
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