EL
POEMA
Claude Oscar Monet (1840
- 1926). Pintor francés. El jardín de
Hoschedé en Montgeron, 1877
Un
día, después de interminables y duras faenas, un hombre llega a la fuente que
se había forjado alcanzar. La fuente era la culminación de una ruta avistada
desde niño. No quiso tener guías porque él sabía cómo llegar. Este saber era
suficiente. Levantaba la mirada hacia el horizonte y como un punto celeste
aparecía y desaparecía. Otras fuentes columbraban en la distancia, “para qué
detenerme, se decía, si la mayor gloria está al
final del camino”. Se detuvo. La fuente hecha de pedernal refulgía sin cesar,
una mancha como de neblina se escurría lentamente sobre la arena y dejaba al
descubierto un aviso que rezaba: “Hombre bendito por los dioses, por el tiempo
que te ha permitido llegar a este sitio, sólo permanecerás en él, si de las
fuentes del camino tuviste la precaución de beber”.
El poema es una estructura que la poesía hace
posible. Aunque ambos pueden tener filiaciones sustantivas, difieren en sus
puntos focales. La poesía puede referirse, aunque el término sea abusivo, al
nivel de la expresión en sentido lingüístico, y el poema, al nivel del
contenido.
De manera más sencilla, se trata de un paso de
condensación de las frases (versos) en una palabra que promete un universo
distinto, es decir, un dialecto en busca de armonías.
Llámese, por ahora, presentimiento, vaguedad o
ensoñación donde la lengua se desborda en términos para alcanzar la imagen,
para fijarla, si es que fuera posible, en un discurso que llamamos poema. Pero
no basta, las palabras pueden engañarnos, solazarnos en el patio de nuestras
querencias, y abundar de pronto en ramificaciones, adherencias parásitas que la
morfología designa como adjetivos, gerundios, preposiciones que terminan
ahogando el nacimiento de un verso.
Acotemos, sin embargo, que tales términos per se no
son fatales si llegan como parte de una conciencia poética firme, alumbradora,
en la noche de los espejismos en el camino de la poesía.
Una de las características del texto
irremisiblemente perdido, estriba en que hay conceptos familiares, sociales y
culturales propios que se anquilosan en el imaginario cosificándolo; al cerrar
las puertas de la vida no hay manera de restituirla, y las metáforas (no
siempre las metáforas son la factura del poema) se pierden en áridos espacios de
una noble intención. Cuánto abusivo reclamo, por ejemplo, en cierta inclinación
al erotismo que termina en una ciénaga banal y complaciente, de fulgores
instantáneos más parecidos a los piropos, centelleantes, de amores
incomprendidos que tratan de calmar las pasiones heridas… Aquí el poema se hace
trampa, ligero acomodo, vértigo de una soledad que aún teniendo compañía, no
puede abrigar ni abrigarse en los demás. Tal vez, este fuera un pecado de
juventud. Lisonjeras son las palabras y calan en el fulgor de la piel que
apenas descubre el mundo, pero es una fatalidad que se hace pornográfica por
mentirosa en las almas que el tiempo no fue capaz de alcanzar.
De todas maneras ningún discurso, por más atento y
fecundo que se presente, puede ser una aproximación al instante de preservar
ciertas palabras para la memoria de la humanidad.
Santa Cruz de Mara, 02/05/2012
José Francisco Ortiz Morillo.
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