lunes, 21 de noviembre de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LOS HORNOS DEL CIELO


LOS HORNOS DEL CIELO

 
Fernando Garrido, pintor mexicano – Buscadores de sueños, 2008


La narrativa no puede comprenderse sin atender a la presencia del mundo onírico del autor. Muchos textos están escritos a partir de las imágenes provenientes del sueño, y algunos surgen totalmente de ese mundo inasible que nos acompaña, sin que nosotros los provoquemos, por lo menos eso creemos, y dejamos que una escueta realidad tome por asalto nuestras más caras inquietudes.

Cuando escribí El amanuense sé que estaba en la otra orilla de la realidad, es decir, sumergido hasta el fondo en mis raíces nocturnas y, sin embargo, hubo un episodio no contado que puede dar luces acerca de esta experiencia literaria. Lo escribo ahora desprovisto del aliento de aquella hora, y como van apareciendo las formas que alguna vez, hace ya mucho tiempo, vibraron en mi alma y, seguramente, de haberlo copiado justamente una vez despierto, tendría un sentido literario exacto.

Se trata de un sueño aéreo. Volaba a mis anchas, sin ningún dispositivo que no fuera mi propio cuerpo, sobre las montañas de mi pueblo. Divisaba abiertamente el cauce del río, sus giros arbolados, en la sinuosa extensión del cauce sonoro, entre las piedras y los pozos lentos donde golpeaban las caídas del agua. El agua se sumergía y brotaba con leve espuma que las ramas arrastraban hacia los oquedales del páramo.

En algún momento, el verdor de los cañaverales parecía un cielo invertido, con su propio firmamento de luces y nubes que la niebla mostraba. Aquella escena tenía algo de humano porque en el sigilo efímeras sombras cerraron los caminos. Me atrajo el encanto del lugar y bajé sin prisa, con la seguridad de estar protegido y, sin embargo, una vez en tierra escuché el rasgar del aire y en la inquietud noté que mis pantalones, a la altura de las pantorrillas, fueron abiertos por flechas salidas de no sé dónde. Indagué hasta dónde me lo permitía el sueño. Nunca vi a mis agresores (si es que verdaderamente se trataba de una emboscada o de algo parecido a mis aturdimientos de la vigilia). Es posible que se tratara de indígenas  que,  remontando el tiempo, venían a recuperar sus espacios. Escuché nuevamente el chasquido sobre los arbustos y las flechas, no ya contra mí, porque iban dirigidas hacia una de las montañas.

 
Quint Buchholtz, artista alemán (1957) – Der flug
  
Volví a mi estado natural de vuelo. Remonté las alturas para encontrarme ante una aldea casi deshabitada, había pequeñas  construcciones de piedra, algunos bohíos a lo lejos que ofrecían un una extraña disposición de los objetos. Había pues una mixtura cultural, quizá ya perdida por razones que no quise indagar pues todo avanzaba muy de prisa sin que yo pudiera detenerlo. Ante mí, apareció un hombre de baja estatura. Ciertamente, se trataba de un indígena, de piel cobriza y de lento andar, su mirar estaba desprovisto de astucia, sin embargo llegué a pensar con cierta ingenuidad que sus manos requerían mi atención, pues se movían con insistencia como si quisieran alcanzarme. Llevaba un arma blanca, la opacidad de la luz no me permitía definirla, a ratos parecía un sable, una daga, un mandoble o simplemente una tablilla que la niebla aceraba ante mis ojos.

Había algo reptante en esas manos que flotaban, atrayéndome hacia el interior de aquella casa de piedras, asentada sobre el abismo.

–Estos son mis tres hijos– señaló a los pequeños que estaban acunados en uno de los rincones, como si quisieran protegerse entre ellos. – Llegas oportunamente. Es la hora de la comida, tengo el fuego provisto y uno de ellos será nuestro almuerzo.

No sé cómo me repuse de aquel convite de antropofagia. Aún aturdido, le dije que no había razones para algo que se consideraba un crimen. Intuí que se trataba de un ritual pues me apartó bruscamente sin hacerme daño. Sentí sus manos como algodones resbalando en mi piel y de nuevo su mirada definitiva sobre uno de los muchachos. Antes de dar su golpe mortal, le retuve el brazo, no sé cómo y de dónde aparecieron mis fuerzas, y por un instante balbuceó algunas palabras que traté de comprender pues estaban expresadas en un dialecto que no podía identificar. El espectáculo que se ofrecía ante mis ojos tradujo aquella orgía de dolor y miseria.

–Tenemos hambre, somos los últimos y no creo que sobrevivamos para cuando vuelvas– Estas fueron sus palabras, luego confirmadas cuando le ofrecí dinero para que comprara la comida que necesitaba. Sonrió y llamó a uno de los muchachos. Hizo algunos gestos, movió sus pies como si danzara y señaló la puerta por donde saldría el pequeño indígena para perderse entre la bruma y el serpeante camino que bajaba.

–Ven, vamos hacia aquella meseta– me dijo, tomándome del  brazo, como si se tratara de un hermano o de un padre amoroso. Sobre la tierra pulida había una estera y sin esperar respuesta ante el giro de aquel grave asunto, me dijo:

–Siéntate, que ahí se sentó Pablo Neruda.



José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 20/11/2011