sábado, 19 de noviembre de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LA VISITA


LA VISITA

 
Ernst Ferdinand Oehme, pintor aleman (1797-1855) - Procesión en la niebla -detalle


El aire vespertino, con su moho habitual y sus irisadas pelambres, nos reclamaban la piel; las manos entumecidas de tanto temblor, ya apagadas, sólo esperaban que la noche nos descubriera con los ojos abiertos al amanecer. Los celajes  de antaño no volverían jamás, sólo son  un cobrizo restañado en los ojos de los lugareños que aún persisten en su inocencia de creer que serán redimidos. Nadie, salvo ese hombre que apareció como un fantasma salido de la niebla, pálido, de una palidez que no puedo anunciar en este momento (pues median unos sesenta años entre aquel tiempo y éste que ahora atraviesa como un relámpago mi memoria) podría reunir tanta fe en la salvación del niño que apretaba con dulce dolor en su pecho.

Llegó, ciertamente al lugar adecuado. La casa de Blas Morillo era tenida como esperanza de los oprimidos, de los desahuciados, de los sin pan y sobre todo de aquellos que en hora extrema esperaban un aliento de vida. María Oliva, hija de Blas (mi madre) tomó al infante en sus brazos y se marchó apresurada al dispensario, la sombra  del padre la seguía, parecía aquel hombre un saltimbanqui  pues oscilaba con cada golpe de niebla, y el niño aún respiraba –no he de narrar cómo eran aquellos días de fatalidad y mísera existencia en la provincia.

 
Arturo Gordon, Pintor chileno (1883-1944) - El velorio del angelito.

No sé cuántas horas transcurrieron. Pero ya era de noche cuando mi madre, flagelada por el dolor y las lágrimas, comenzó a dar noticias, y las mujeres de la casa también lloraron. Buscaron un mínimo ataúd, lo colocaron en la sala y fue un  pesebre de flores rutilantes a la luz de las velas. No sé qué se hizo el hombre, no aparece en mi memoria, confieso que lo he buscado pero mi esfuerzo ha sido inútil; es posible que el miedo y la pobreza que lo acompañaban le hicieran desistir de sus esperanzas; también, que como una sombra, hubiese permanecido silente ante el espectáculo, ahora apagado por las opacas miradas de los vecinos y circunstantes.

Recuerdo, sí, como si hubiese sido en este instante, la voz y la mirada de mi madre.

–  No tarda en llegar la madre de este angelito, Yo hablaré con ella –me dijo, y yo no entendía el porqué las mujeres y el abuelo andaban desesperados–. Es preciso –recalcó– que pueda atenderla y descubrirle lentamente lo ocurrido con su hijo.

Llegó la mujer, temblorosa, como sacudida por aquella ventisca decembrina; su rostro aún iluminado por la fuerza de las montañas impregnaba el cuadro de una extraña fantasía que yo no lograba  definir. Era tan hermosa, como una flor del campo amparada por el tardo roció de un lejano día en las calles del pueblo.

–Señora –le dije, con la ingenuidad terrible de quien no había conocido el rostro de la muerte, pues la palabra  “angelito” daba un giro en mi mente, y los dibujos, las acuarelas en la biblioteca y de las  fugaces imágenes recortadas a contraluz en los vitrales de la iglesia, aparecía ahora con la voracidad de una río crecido–, no se preocupe su hijo está bien cuidado, está en la sala y hay un jardín a su lado.

El grito desgarrado de la mujer, la mujer en el desamparo más absoluto, abrió su dolor y corrió por los montes,  retumbó por las paredes, se anidó en todos, y sobre todo en mi corazón porque aún lo escucho en las noches de invierno.


José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 19/11/2011