LOS FUNCIONARIOS
Edgar Degas (1834 - 1917)
Pintor francés. Retratos de una oficina,
1873
El pequeño hombre se
aproxima muy cerca de la baranda. Hubiera parecido por su extraña indumentaria
que se trataba de un guardia o algo por el estilo, designado allí para cumplir
con tan ominosa tarea. No le doy importancia a esto y continúo leyendo mi libro,
no sin mirar de vez en cuando la débil figura del anciano que, con relativa
frecuencia, se frota las manos y casi inmediatamente se las lleva al rostro,
como si algo lo inquietase sobremanera. Al principio pronuncia una especie de
saludo, pero luego emite otras palabras que no alcanzo a comprender. Detrás del
escritorio la mujer que recibe a las visitas se escurre como una sombra
innominada ante los requerimientos que le formulo para que lo atienda.
Me responde sólo con
algunos gestos o señales para que me acerque a ella. Ya me he enterado, por los
comentarios que hacen sus compañeros de trabajo, que esa cara vacua y levemente
erguida permanece con la misma expresión desde hace veinte años, o quizás más,
pues ya a nadie le es imposible aseverar lo contrario. Entonces, advierto que
la particularidad que más llama mi atención es la manera de conducirse de
aquellas personas. En realidad no encuentro diferencias, invariablemente hacen
lo mismo: con insistente frecuencia salen por una puertecilla cercana al
pasillo, y luego se deslizan por otra apenas visible. A veces sólo transportan
papeles, y en ciertas oportunidades sus ojos llegar a brillar tan intensamente
que entonces se detienen y miran de soslayo en diversas direcciones, como si
ansiasen apresurar el tiempo. No obstante, enseguida recomienzan con denuedo su
rutina.
Intempestivamente aparece
ante mí un hombre. No media palabra, sólo levanta el brazo y me entrega un
sobre blanco y lustroso; luego me dice, muy ceremoniosamente, Señor... a la
hora indicada (señala el sobre)... en el despacho.
Su aspecto muestra
ocultas y sombrías premoniciones. Llego a pensar por instantes, que se trata de
un ardid o posiblemente de una maniobra. Su trajecito a la moda y sus
movimientos y maneras bruscas o aprendidas denotan a un empleado de gobierno de
muy dudosa jerarquía. Mientras se aleja, sonríe con aire de triunfo o de
satisfacción o quizás, en último caso, esto sólo estallaba en mis sentidos,
pues, a pesar de todo, aún no conozco el contenido de la misiva.
El pequeño hombre
continúa hablando ante la mujer, pero de vez en cuando se desplaza lentamente
hasta muy cerca de la puertecilla y la observa detenidamente, retrocede y
pronuncia nuevas palabras ininteligibles a mis oídos. Se podría decir por la
vehemencia de sus expresiones, con toda seguridad, que por alguna razón espera
que la puertecilla se abra, pero esto no ocurriría de ningún modo, precisamente
cuando él estaba cerca. Me aproximo nuevamente a la mujer del escritorio y, con
las previsiones del caso, le pregunto mostrándole al anciano:
-¿Podría decirme por qué
no atiende al señor? Me inquieta su estado y creo que sus fuerzas disminuyen
cada vez que se dirige a usted.
Aquella se lleva las
manos a la cara, retira sus lentes pausadamente, y, luego con un pañuelito de
encajes azules y blancos hace el intento de limpiarlos, mientras me observa
subrepticiamente. Al cabo de un instante me dice, por sola respuesta:
- ¿Ah, es usted? Siéntese
y espere. Intuí entonces el motivo de toda aquella desesperanza. En ese lugar
ya nadie osaba alentar sus pasos.
Los empleados entran y
salen, traen nuevas y relucientes hojas, viajan tan atiborrados de papeles que
es imposible notar la expresión de sus semblantes, naturalmente se hallan
sumamente agotados. Comienzo a exasperarme. Los movimientos siempre en círculo
de aquellos individuos, la premura con que ejercen sus funciones, casi hacían
olvidar los requerimientos del anciano que, ante la inutilidad de sus palabras,
había optado por la indiferencia, reducido ya al silencio.
Todavía así, después de
mucho esfuerzo, levanta la mirada en actitud suplicante; exigía aún una
respuesta. Avancé unos pasos para escucharlo mejor: sus voces languidecen en
articular algo inexplicable.
- Usted –dijo- no habrá
de permitir ciertamente que lo tomen por uno más.
- ¿Uno más? – repuse para
mí mismo.
Reflexioné un instante,
tomé el sobre de mi bolsillo y antes de marcharme de allí definitivamente, lo
deposité sobre el escritorio de aquella mujer, que aún me miraba con ojos
sorprendidos.
De: El amanuense, 1982.