viernes, 3 de febrero de 2012

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LOS FUNCIONARIOS.


LOS FUNCIONARIOS


Edgar Degas (1834 - 1917) Pintor francés. Retratos de una oficina, 1873




El pequeño hombre se aproxima muy cerca de la baranda. Hubiera parecido por su extraña indumentaria que se trataba de un guardia o algo por el estilo, designado allí para cumplir con tan ominosa tarea. No le doy importancia a esto y continúo leyendo mi libro, no sin mirar de vez en cuando la débil figura del anciano que, con relativa frecuencia, se frota las manos y casi inmediatamente se las lleva al rostro, como si algo lo inquietase sobremanera. Al principio pronuncia una especie de saludo, pero luego emite otras palabras que no alcanzo a comprender. Detrás del escritorio la mujer que recibe a las visitas se escurre como una sombra innominada ante los requerimientos que le formulo para que lo atienda.

Me responde sólo con algunos gestos o señales para que me acerque a ella. Ya me he enterado, por los comentarios que hacen sus compañeros de trabajo, que esa cara vacua y levemente erguida permanece con la misma expresión desde hace veinte años, o quizás más, pues ya a nadie le es imposible aseverar lo contrario. Entonces, advierto que la particularidad que más llama mi atención es la manera de conducirse de aquellas personas. En realidad no encuentro diferencias, invariablemente hacen lo mismo: con insistente frecuencia salen por una puertecilla cercana al pasillo, y luego se deslizan por otra apenas visible. A veces sólo transportan papeles, y en ciertas oportunidades sus ojos llegar a brillar tan intensamente que entonces se detienen y miran de soslayo en diversas direcciones, como si ansiasen apresurar el tiempo. No obstante, enseguida recomienzan con denuedo su rutina.

Intempestivamente aparece ante mí un hombre. No media palabra, sólo levanta el brazo y me entrega un sobre blanco y lustroso; luego me dice, muy ceremoniosamente, Señor... a la hora indicada (señala el sobre)... en el despacho.

Su aspecto muestra ocultas y sombrías premoniciones. Llego a pensar por instantes, que se trata de un ardid o posiblemente de una maniobra. Su trajecito a la moda y sus movimientos y maneras bruscas o aprendidas denotan a un empleado de gobierno de muy dudosa jerarquía. Mientras se aleja, sonríe con aire de triunfo o de satisfacción o quizás, en último caso, esto sólo estallaba en mis sentidos, pues, a pesar de todo, aún no conozco el contenido de la misiva.

El pequeño hombre continúa hablando ante la mujer, pero de vez en cuando se desplaza lentamente hasta muy cerca de la puertecilla y la observa detenidamente, retrocede y pronuncia nuevas palabras ininteligibles a mis oídos. Se podría decir por la vehemencia de sus expresiones, con toda seguridad, que por alguna razón espera que la puertecilla se abra, pero esto no ocurriría de ningún modo, precisamente cuando él estaba cerca. Me aproximo nuevamente a la mujer del escritorio y, con las previsiones del caso, le pregunto mostrándole al anciano:

-¿Podría decirme por qué no atiende al señor? Me inquieta su estado y creo que sus fuerzas disminuyen cada vez que se dirige a usted.

Aquella se lleva las manos a la cara, retira sus lentes pausadamente, y, luego con un pañuelito de encajes azules y blancos hace el intento de limpiarlos, mientras me observa subrepticiamente. Al cabo de un instante me dice, por sola respuesta:

- ¿Ah, es usted? Siéntese y espere. Intuí entonces el motivo de toda aquella desesperanza. En ese lugar ya nadie osaba alentar sus pasos.

Los empleados entran y salen, traen nuevas y relucientes hojas, viajan tan atiborrados de papeles que es imposible notar la expresión de sus semblantes, naturalmente se hallan sumamente agotados. Comienzo a exasperarme. Los movimientos siempre en círculo de aquellos individuos, la premura con que ejercen sus funciones, casi hacían olvidar los requerimientos del anciano que, ante la inutilidad de sus palabras, había optado por la indiferencia, reducido ya al silencio.

Todavía así, después de mucho esfuerzo, levanta la mirada en actitud suplicante; exigía aún una respuesta. Avancé unos pasos para escucharlo mejor: sus voces languidecen en articular algo inexplicable.

- Usted –dijo- no habrá de permitir ciertamente que lo tomen por uno más.

- ¿Uno más? – repuse para mí mismo.

Reflexioné un instante, tomé el sobre de mi bolsillo y antes de marcharme de allí definitivamente, lo deposité sobre el escritorio de aquella mujer, que aún me miraba con ojos sorprendidos.




De: El amanuense, 1982.