Mi madre solía escribir largas cartas,
un torrente de palabras venía de pronto
de su silencio, de la pobre soledad
de sus días y las enmarcaba desde sus ojos
negros de relámpago y niebla
como un turbión de ecos contra
la vastedad del porvenir ignorado.
Sus cartas perfumadas iban a mi padre
—no sé si las leía, estaban tan distantes—
algunos destinos buscaban el calor
de los familiares ausentes, un secreto
decir, lento y auspicioso hablaba
de otros tiempos, de la casa y de los abuelos
de alguna muerte ignorada
que sólo en los patios, cuando el sol
acuciaba las sombras, era recordada.
Cuando mi madre escribía
las cartas con la tibia humedad de la mirada,
con la brevedad ignota de las palabras,
yo tenía la certeza del mensajero,
seguramente un niño
porque,
en la edad de la pureza,
únicamente se puede acercar a Dios.
Santa Cruz de Mara, 5/ 1/ 2013
José Francisco Ortiz Morillo