lunes, 11 de junio de 2012

ÁLBUM.




ÁLBUM 



Luis V. Montano Oviedo. Joven pareja, 1927




El rostro ha dejado de ser la imagen candorosa de los años febriles. El pelo sudoroso, abrasivo en mohines tardos, va cayendo al vacío. ¿No es así como estás con los pies desnudos sobre los cascajos de la tierra, acerándote para no ser otra cosa que el olvido? Mañana, te dices, cuando cante el gallo tendrás una visión aproximada de las cosas, lo que ahora ocurre no son sino fantasías y maledicencias de un tiempo exhausto. El encaje matizado en el cuello de la camisa. ¿Cómo voy a retenerla? Si sólo hay manchas ocres, desleídas voladuras del papel hacia algún lugar de la pose que aún queda en nosotros, mortificándonos, haciéndonos más sumisos. Tal vez sea el precio de la ironía, nunca regresamos del instante. ¿Cómo volver, si sólo hay manchas ocres? ¿Y este espacio oscuro, errátil, de dónde proviene? Como una sombra de café inadvertida, cándida, volcada de la taza, flexible, extendiéndose amorosamente hacia los bordes festinados del espejo, rozando la textura, robándola; pero, si apenas quedan detalles del rostro con unos lunares misteriosos que clarean las mejillas como si hubieran venido trabajando en silencio, lacerando la dimensión rectangular de la fotografía. El traje y el pañuelo en el bolsillo y el clavel rojo oscilando, entretejiendo la vana ilusión de la permanencia, no existen, solo apenas un pequeño círculo rotulado, como un sello, pero ...¿un clavel? ¿cuándo? Y, si en verdad lo hubo, qué mano podrá atestiguarlo en este momento, reintegrándolo de la arena pétalo tras pétalo...sólo arena, como en esta tarde de ensueños de la que nunca has querido despertar.

¡Como se estremecen los dedos! Han tocado la piel de esa joven. Al fondo sonriente, guiñando el ojo izquierdo porque alguien pasa en este instante por la sala, tan cerca que casi la ahoga con el ardor de su presencia.

La mano sobre el hombro sostiene un pañuelito de encajes con nombre bordado en azul que ha desaparecido porque apenas se ve el perfil de algunas letras sombreadas por la palma de la mano, ligeramente inclinada. Ella continúa mirando al extraño a pesar de que se ha marchado. El aroma y el agua de rosas se mezclan. Es tan tersa la piel entre la orladura del corpiño, en el escote ligeramente abierto que aprisiona los latidos del corazón, los labios insinuados porque, seguramente, quieren hablar de sus ansias, pero es inútil el esfuerzo porque no te has dado cuenta sentado en esa silla: todo armonía, reclinado, cruzando la pierna derecha y sosteniendo el bastón grabado con tus iniciales en la empuñadura de bronce, las manos una sobre la otra rendidas al extravió de la luz, pero no, no puedes sentir esa mano palpitante sobre el hombro, no se correspondería con tu actitud; ni siquiera la melodía que fluye del gramófono, deslastrado del silencio, puede alcanzarte; sin embargo, Ella se estremece de solo pensar en la gravedad del momento cuando las mejillas restañan el rubor para rescatarla del vaho de la espera.

Para siempre, se dijo, feliz, espléndida, girando levemente el paraguas en el piso. Hasta nunca, le has dicho. Lo sé, porque me ha sido difícil desprender esta insinuación borrosa que aún alardea en la sala cuando he pasado frente a Ella, mirándola con nostalgia y ardor contenidos, en un sentimiento de abandono y alegría que tú jamás comprenderás.

Guardo el gesto de sus ojos negros y el rumor de sus palabras agitándose en el tiempo, ahora cuando mis dedos avanzan silenciosos por el fragor de su piel... ¡Qué ingrávida es esta música de Haendell!



De: El resplandor (1996)



José Francisco Ortiz Morillo