domingo, 20 de mayo de 2012

EL ÁNGEL DE LA PLAYA



EL ÁNGEL DE LA PLAYA


Flor Garduño (1957). Fotógrafa mexicana. Camino del Camposanto. Tixán, Ecuador, 1988.



Debió de ser a principio de 1951, porque mis recuerdos llegan hasta esos recodos del tiempo cuando vivía en mi pueblo natal. Si desviara la intención del olvido, pudiera ser que otras historias vinieran del espacio donde las he guardado y vindiquen mi infancia de sobresaltos y penalidades no exentas del común de los niños de entonces… Pero ésta que ahora trato de narrar, ocurrió un día sábado, lo sé porque era la única razón para que yo estuviera en aquel lugar frente a la pulpería de Rondón, atraído por la luz macilenta del amanecer, el ronroneo de los primeros automóviles que al hacer la travesía de la montaña llegaban al pueblo en obligado tránsito por el caserío.

Por el camino, en sentido opuesto venían dos hombres. Lentos al andar, cabizbajos como si arrastraran una cuerda muy larga y pesada, los sombreros ocultaban sus rostros, pero las ropas campesinas eran blanquísimas como la misma niebla que ahora se cruza frente a mis ojos cuando veo al mínimo ataúd que el hombre de adelante llevaba en su hombro derecho.

Parecía que flotaban en cada paso que daban cuando comenzaron a subir la cuesta hacia el cementerio. Alguien detrás de mí, dijo: “Es un angelito”.  La frase turbó mis pensamientos. Pensamientos de niño, por supuesto, porque no atino a refrescarlos después de tantos años. Seguramente tenían que ver con mis escarceos de querer ser monaguillo en la iglesia y nunca había visto a un angelito, y menos en aquellas circunstancias cuando le gente aún dormía y sólo algunos parroquianos celebraban el amanecer.

Me uní al cortejo. Ya éramos cuatro, rumbo al campo santo. La travesía era lenta, pero sin fatiga, pues me transportaba la fantasía, me veía en el cielo saltando de nube en nube y con giros y cabriolas haciendo travesuras frente a las mismas barbas de Dios. Esa noche soñé que lo tenía frente a mí con severo rostro y recriminaba mis ligerezas con los demás angelitos. Supuse luego, que nuestros sueños son menos libres que la fantasía. Que ésta anda a sus anchas por el mundo y sólo con los límites de quien la posee, pero los sueños nos atan, están ligados indefectiblemente a las costumbres y al ser colectivo de nuestras familias.

No me di cuenta cuándo y cuántos rodeos hicimos para llegar al lugar reservado para los ángeles. Volví en mí  cuando sentí la mirada de los hombres como si trataran de hacer una comparación que no lograba explicarme. Miraban el sepulcro con precisión. Dieron unas zancadas. Arquearon sus piernas. Uno de ellos tomó en sus manos el ataúd, flexionó hacia lo profundo, y luego de varios intentos, ya exhausto, parpadeó lentamente como si hubiera en ello una súplica que el otro hombre descifró pues volvió instintivamente la mirada hacia mí. 

- ¿Puedes entrar? – me dijo casi como súplica, como si viniera de una total derrota. Y me pareció que la palabra entrar era perfecta, mejor que bajar.  Entrar era subir al cielo, bajar era quedarse en la tierra en la soledad de aquel lugar atrapado entre las montañas. Aquella frase me parecía un premio. No había sido dicha opresivamente aunque sí con cierta amargura de quien no había cumplido una promesa. Intuí que se trataba del padre de aquel niño y no me resistí a la petición  que se me formulaba.

Una vez dentro del sepulcro, podía moverme con cierta agilidad pues parecía que estaba hecho para mí. El olor de la tierra húmeda y el calor que surgía de sus muros me abrigaban como lo hacía mi madre en las noches de invierno. ¿Qué vi entonces? ¿Qué voces escuché? ¿Qué coros cantaban hacia la altura donde las nubes fisgoneaban aquel acto de redención humana?

Yo sólo vi cuando mis brazos bajaban lentamente, y no sin el sobresalto de aquellos hombres que pensaban, seguramente, que el ataúd caería de mis manos.

En la sombra de la tierra dormida, coloqué el pequeño féretro del Ángel de la Playa.


 José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 22/12/2011.



1 comentario:

Jotahah_Assunção dijo...

Hermoso cuento, poeta José Francisco Ortiz Morillo. Cerca de la conclusión de la narrativa, me sentí como tomado por otro narrador (tal vez Borges, un alter-ego, tal vez), donde el extraño que se agrega a lo funeral se descubre, al final, como el propio niño muerto. Abrazo, Joseh Antonio Asunción. [João Pessoa - Parahyba, Brasil]