martes, 17 de julio de 2012

LOS COMENSALES



LOS COMENSALES 




Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828). Pintor y grabador español.  Dos viejos comiendo sopa.





Los invitados mostraron sus credenciales ante un joven funcionario apostado a la entrada del hotel, por sus ademanes, algunas veces moderados o ligeros o simplemente pensados con sutil armonía, se llegó a reconocer en él la perfección en aquella labor; con gran cuidado sonríe y, en muchos de los casos, se podría aseverar el rango de los asistentes pues éste, con visibles intentos, se inclinaba en aparecer cada vez más generoso ante las solicitaciones que se le formulaban.

En algunos casos, de soslayo, mostrando agradecimiento, los invitados dejan escuchar frases laudatorias hacia el joven portero, sin embargo, indiferentes continúan por el pasillo hasta llegar a una puerta de vidrio donde son esperados por dos funcionarios que se apresuran con denuedo y ostensible alegría a recibirlos, pero luego se muestran muy circunspectos pues por alguna causa ajena a la intención no todos los invitados vienen trajeados de igual forma, quizás habría en ello una costumbre familiar que, en todo caso, no molesta a la generalidad que entusiasmada acepta las indicaciones que se les formulan. Antes de ser conducidos al vestíbulo central, seguramente por alguna disposición inveterada, motivo o regla de tratamiento del hotel, los comensales son llevados a una sala en cuyas paredes están colocados numerosos espejos y tocadores. Todo puede ser encontrado o solicitado, que con la presteza del requerimiento es solucionado hasta en las minucias más extravagantes. Las damas empolvan una y otra vez sus mejillas, confundiendo comentarios y risas al rememorar inquietas la juventud aparentemente devuelta por aquellos afeites; los caballeros alisan suavemente con sus manos el traje, se miran repetidamente al espejo, acomodan el nudo de sus corbatas...sonríen. Ya ubicados en el vestíbulo se encuentran frente a una larga mesa adornada con manteles relucientes, terminados en brocado y encajes, y servida generosamente.

Al parecer los invitados se conocen o se tratan desde mucho tiempo, lo cual se infiere de su comportamiento, pues dispersos en pequeños grupitos, precedidos de manifestaciones de alegría, van de un lado para otro reconociéndose. Casi se huelen. Llego a pensar que esto los asegura de las intromisiones de extraños o desconocidos, así mantienen su condición y, efectivamente, no se les podría en modo alguno privar de esta posibilidad, pues languidecerían pronto consumidos por el hastío y la soledad de trato en las labores que les conciernen diariamente.
Instantes después, uno de los funcionarios se acerca y levanta las manos, realiza unos movimientos discretos y elegantes, y dice o hace referencias incomprensibles de primer intento para los invitados pero que, finalmente, captan jubilosos mientras van replegándose de manera compacta mostrando con ello su existencia.

Unas palmadas del funcionario indican que deben sentarse (se excedía en no causar la menor intranquilidad en los invitados, pues de ocurrir una situación ominosa arriesgaba su permanencia y, seguramente, sería conducido a otra labor: su voz era muy suave... apenas audible) expresa que los anfitriones se excusan, pues inconvenientes de última hora imposibilitaron el cumplimiento de la cita, que subsanado el motivo esperan indulgencia o, en todo caso, se les permita conocer la voluntad de volver nuevamente con mejores disposiciones, que en el futuro se guardarán de cualquier inequidad que el tiempo o asunto imprevisto pudiese acometer contra sus actos.

Cuando los anfitriones entraron al salón, los comensales se mostraron aturdidos...
No llegaron a entender la infortunada labor del funcionario.



De: El amanuense, 1980.



José Francisco Ortiz Morillo