sábado, 16 de abril de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. TEXTUALIDAD DE LO ILUSORIO



TEXTUALIDAD DE LO ILUSORIO
(Pretexto para una aproximación)

 
Edward Vásquez, pintor dominicano (1979) - Tejedora de ilusiones



Con la literatura, insistimos en la comprensión de las relaciones del individuo y la sociedad. Relaciones no exentas de confrontación, asimilación y reintegración de los conflictos en superación que, conquistados finalmente por la palabra, adquieren un compromiso superior al enaltecer la cotidianidad transformándola en un sistema de vivencias para la vida.

Una cabal aproximación del acto creativo pasa por reconocer la insistencia del fervor lúdico de la reacomodación de los objetos de la niñez en la estructuración de la conciencia. Así se perfila, desde los primeros años de vida del individuo, un entendimiento del mundo real en consonancia con los mundos posibles que van formándose en el proceso de maduración.

A los largo de la vida, constatamos cómo el valor del mito y su fuerza imaginaria no sólo para la representación onírica sino para la comprensión de los actos lúdicos, y cómo son proyectados en la madurez en la obra artística. Incluso reminiscencias del folklore marcan los hitos de la identidad para que fluyan sin cesar, como una red de miradas que convergen y divergen en el mundo originario que todos llevamos dentro.

El imaginario latinoamericano nos trae por fuerza la inclusión del concepto operatorio de microuniverso para atender el espacio de las primeras experiencias del hombre, es decir: su hábitat, la aldea, el pueblo, la ciudad y con ello alcanzar la comprensión global del proceso creador.

Las tendencias modernas del análisis del discurso abren para la semiología un espacio cada vez más relevante. Nos hemos atrevido a usar el concepto de microuniverso y tratar de recuperar desde los planos semánticos los integradores de esa realidad. En este aspecto la ilusión, en su sentido de valor positivo, es el rasgo distintivo de los discursos: alcanzar una estructura compleja como es el pensamiento, gracias a  un sistema no menos complejo como lo es el de ilusionar.

La levedad es un aligeramiento del peso (Calvino, 1988). Una metáfora, la humedad de las palabras, es en sí misma una manera de alcanzar la levedad dándole peso con el agua, incluso con el agua del río o de la lluvia porque el aire antes de la borrasca, alígero dardo atravesando la noche para anunciar el amanecer, es imagen atractiva. Cuánto de ello no hay en la poesía venezolana. El signo rumoreante del olvido tiene por morada el mito, las leyendas y los cuentos, el mundo onírico abrillantando sus espejos para engañar a la Medusa.

Un mito del Alto Cuyuní nos propone una imagen de la levedad que, ciertamente, es fecunda no porque los elementos que integran la historia y el vértigo de la lucha así lo insinúen, sino por la circularidad del texto propiciada por la presencia inesperada de un pájaro y su desenlace.

Escuchemos el mito: “…en cierta ocasión, cuando menos lo esperaba, el extremeño Torre de Aldana se tropezó con el decidido Tapiaracay. Ambos en ese instante de hallaban sin acompañamiento alguno, y la selva “cuyunesa” era por demás tupida y opaca. Sin perder un momento, la espada relució en la mano del conquistador. La macana de Tapiaracay  se alzó con violencia y coraje. La lucha se acrecentó de esta forma sin vacilación alguna. Los dos hombres resultaban igualmente fuertes y ágiles. Pero de pronto el español fue agredido inusitadamente por un ave de grandes dimensiones que hizo firme presa en su cuello. Era un paují de azuloso color y férrea contextura…” (Antonio Reyes, 1959).

Detengámonos unos instantes en las expresiones: tupida/opaca, violencia /coraje, fuertes/ágiles, azuloso/férrea, y espada/macana. Notaremos de inmediato que tales expresiones designan planos de oposición pero solidarios en el conjunto de la acción: conquistador /indígena, paují/ (azuloso/férrea).  La levedad surge de la opacidad de la selva/ azuloso color del paují. La opacidad es grave, es densa; el azul es leve, luminoso. No nos interesa la lucha, el encuentro de fuerzas, el peso girante en medio de la selva, aunque todo revele una intención de levedad, sino porque el paují, armónico con la selva y guardián del mito, ofrece una compensación de libertad.


José Francisco Ortiz
Santa Cruz de Mara, 16/4/2011

jueves, 14 de abril de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LA EXPERIENCIA ESTÉTICA



LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

 
Ferdinand Heilbuth, pintor francés (1826  1889) – El lector

Hay recurrencias, variaciones de un mismo tema, que acuden sin cesar en la literatura, que fungen de aproximaciones entre la forma y el fondo. Nada más impreciso.

Imágenes entrecruzadas, siempre en la red de las representaciones, de las analogías, de los acercamientos y, al mismo tiempo, distancias extendidas en el giro de la pura expresión. Vuelve entonces la metáfora en la conquista de la memoria, incluso cuando llega por extensión, por la gravedad de una conciencia especular.

Así, la mirada la construye y la afirma, se apropia del espacio, en  busca de formas, y rebota sobre sí misma para acallarse en los contornos de un nombre que fluye levemente, sin prisa, en la soledad rumoreante de un destino, en los trazos errátiles, difusos de la pintura de los niños, del arte ingenuo, ese primer instante que en su transparencia es imperceptible en  las sociedades del lujo y de los excesos.  

Y, sin embargo, cualesquiera explicaciones acerca de la naturaleza de palabras vestidas, que tratan de significar, no pueden ser más que denotaciones, expresiones que el diccionario convoca a la existencia.

La palabra es, nos dice. Y parece que todo acaba en el territorio de la literalidad, y, es innegable que un mundo bulle desde las raíces de la imagen para que las palabras no sólo sean sino que no sean.

Y es por esta negación que el destino del lenguaje se apoya en la conciencia del hombre. Hace algunas cabriolas, retoza y salta hacia lo imprevisto, huye de la cosa, y libre se hace sustancia, forma alada, plasticidad enseñoreada sobre la cotidianidad.

Hablamos entonces de intuición, de contemplación, de inspiración, de interpretación, de experiencia estética, de lo original, del estilo en situaciones que van desde la ciencia al arte, atravesadas por un orden epistemológico y que sólo se resuelve entre la mano que escribe (pulsa, esculpe, pinta por decir lo menos entre tantas tareas humanas) y los ojos que gravitan sobre los textos, sobre el discurso.

La contemplación es un ensimismarse, un volcarse hacia adentro con todas las filiaciones externas para hacerse uno en la distancia y en el tiempo. La contemplación puede ser un acto intuitivo de la duración, de la quietud. Intuición, contemplación e inspiración aspiran a la armonía como una conquista de lo absoluto, a un ser que reside en la belleza o en la verdad y que por su esencia espejea desde lo ignoto. Sus brillos o sus lados de sombra propician la experiencia estética.


José Francisco Ortiz
Santa Cruz de Mara 14/4/2011

miércoles, 13 de abril de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. REPRESENTACIÓN Y MEMORIA EN BRICEÑO GUERRERO


REPRESENTACIÓN Y MEMORIA
EN BRICEÑO GUERRERO


J. M. Briceño Guerrero



Amor y terror en las palabras.

Toda mirada es un riesgo infinito de esperar y desagregar en el espacio la fuerza de la costumbre. Es desplegar una a una las páginas de un libro del cual aún no tenemos referencias, y las páginas las suponemos en blanco, cuando, ciertamente, ya han sido elaboradas pacientemente en la memoria.

Alguien, extrañamente dentro de nosotros, escribe sin descanso. Dentro de esa vastedad de sombras, una debe de imponerse. Una sombra que aspira a lo alto, enseñorearse en ese tránsito de ser guía a las que ceden el paso. Rumorear en notas imprecisas el hálito de una canción futura. Es una terca ilusión que encadena y libera. Encadena porque hace posible los mundos de la creación estética; libera porque lo humano se descubre en el abismo de las intuiciones.

Por supuesto, constatamos en la literatura la grandeza y las miserias de una nación. Y aunque la pasión por la desmesura insista sobre el largo camino de las sociedades humanas, es casi seguro que nunca hayamos renunciado a los recónditos temores que surgen del poder de las palabras. Toda literatura regresa a la cantera de la imaginación para batir la mezcla del pensamiento.

Toda aproximación a la obra artística debe de considerar dos niveles: la representación (espacio) y la imaginación (memoria). Todas aquellas cosas que se nos muestran como una estructura están marcadas por la figura sobre un fondo real, pertenecen al pensamiento; aquellas cosas que devienen por fuerza del recuerdo o que insufladas de la emoción o surgidas de un acto intuitivo permanecen como imágenes originarias, pertenecen al mundo del arte: ambos espacios no son compartimientos estancos o que obran aisladamente como si el hombre no fuera una unidad en sí mismo;  es natural que Briceño Guerrero, como todo creador, trabaje en dos niveles.  Y aunque insista en lo fático de su relación con la signatura del mundo, obra más en las proporciones de una  poética subyugada por el mito.

Este es un texto armado de claves. Desde el epígrafe de Heráclito,  la justificación de un prólogo que establece distancia con el autor y el enunciado narrativo frente a las ideas, aunque se trate  del mismo autor, y en este  sentido Heráclito viene en nuestra ayuda, pues quien escribe el libro y el prólogo son el mismo, en la corriente de la vida, es decir, el tiempo como río, dos imágenes se superponen en la distancia: el niño y el anciano.

También, el  nombrar los capítulos con letras hebreas es arma eficaz contra los cielos de la costumbre. Se trata, en efecto, de un hombre de cultura sólida que no va solo al encuentro del niño que está en la otra orilla del río, esperándolo en el reino. El discurso se abre y discurre desde la sapiencia, desde la cosa conocida como práctica de la racionalidad que bordea la dimensión temporal del recuerdo hacia el orbe mítico de los lugares cercanos a las primeras experiencias: los seres familiares, los amigos, la naturaleza en su plenitud vegetal y mineral, la escuela y las palabras.

La signatura: los signos, las palabras (las que encubren, las que brillan como los celajes bajo el temblor de la luna, las que inventa y lo crean en el instante vegetal de una magnolia redonda y serpeante en el jardín de la infancia); la signatura del cuerpo en el fulgor exacto de las manos que recorren un nuevo discurso en el terror del verbo liberado: la conveniencia insiste sobre las huellas que los ojos inventan.

Autor y lector se emulan en el espejo del idioma. La escritura navega por las venas  del imaginario y ambos son solidarios de una misma representación. Una tríada converge y se difunde a lo largo del texto: Tiempo-narrador-reino. Tiempo y reino están fundidos en la conciencia del narrador que sólo aspira al encuentro del absoluto.

José Francisco Ortiz 
Santa Cruz de Mara 13/4/2011


JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. ORACIÓN