miércoles, 13 de abril de 2011

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. REPRESENTACIÓN Y MEMORIA EN BRICEÑO GUERRERO


REPRESENTACIÓN Y MEMORIA
EN BRICEÑO GUERRERO


J. M. Briceño Guerrero



Amor y terror en las palabras.

Toda mirada es un riesgo infinito de esperar y desagregar en el espacio la fuerza de la costumbre. Es desplegar una a una las páginas de un libro del cual aún no tenemos referencias, y las páginas las suponemos en blanco, cuando, ciertamente, ya han sido elaboradas pacientemente en la memoria.

Alguien, extrañamente dentro de nosotros, escribe sin descanso. Dentro de esa vastedad de sombras, una debe de imponerse. Una sombra que aspira a lo alto, enseñorearse en ese tránsito de ser guía a las que ceden el paso. Rumorear en notas imprecisas el hálito de una canción futura. Es una terca ilusión que encadena y libera. Encadena porque hace posible los mundos de la creación estética; libera porque lo humano se descubre en el abismo de las intuiciones.

Por supuesto, constatamos en la literatura la grandeza y las miserias de una nación. Y aunque la pasión por la desmesura insista sobre el largo camino de las sociedades humanas, es casi seguro que nunca hayamos renunciado a los recónditos temores que surgen del poder de las palabras. Toda literatura regresa a la cantera de la imaginación para batir la mezcla del pensamiento.

Toda aproximación a la obra artística debe de considerar dos niveles: la representación (espacio) y la imaginación (memoria). Todas aquellas cosas que se nos muestran como una estructura están marcadas por la figura sobre un fondo real, pertenecen al pensamiento; aquellas cosas que devienen por fuerza del recuerdo o que insufladas de la emoción o surgidas de un acto intuitivo permanecen como imágenes originarias, pertenecen al mundo del arte: ambos espacios no son compartimientos estancos o que obran aisladamente como si el hombre no fuera una unidad en sí mismo;  es natural que Briceño Guerrero, como todo creador, trabaje en dos niveles.  Y aunque insista en lo fático de su relación con la signatura del mundo, obra más en las proporciones de una  poética subyugada por el mito.

Este es un texto armado de claves. Desde el epígrafe de Heráclito,  la justificación de un prólogo que establece distancia con el autor y el enunciado narrativo frente a las ideas, aunque se trate  del mismo autor, y en este  sentido Heráclito viene en nuestra ayuda, pues quien escribe el libro y el prólogo son el mismo, en la corriente de la vida, es decir, el tiempo como río, dos imágenes se superponen en la distancia: el niño y el anciano.

También, el  nombrar los capítulos con letras hebreas es arma eficaz contra los cielos de la costumbre. Se trata, en efecto, de un hombre de cultura sólida que no va solo al encuentro del niño que está en la otra orilla del río, esperándolo en el reino. El discurso se abre y discurre desde la sapiencia, desde la cosa conocida como práctica de la racionalidad que bordea la dimensión temporal del recuerdo hacia el orbe mítico de los lugares cercanos a las primeras experiencias: los seres familiares, los amigos, la naturaleza en su plenitud vegetal y mineral, la escuela y las palabras.

La signatura: los signos, las palabras (las que encubren, las que brillan como los celajes bajo el temblor de la luna, las que inventa y lo crean en el instante vegetal de una magnolia redonda y serpeante en el jardín de la infancia); la signatura del cuerpo en el fulgor exacto de las manos que recorren un nuevo discurso en el terror del verbo liberado: la conveniencia insiste sobre las huellas que los ojos inventan.

Autor y lector se emulan en el espejo del idioma. La escritura navega por las venas  del imaginario y ambos son solidarios de una misma representación. Una tríada converge y se difunde a lo largo del texto: Tiempo-narrador-reino. Tiempo y reino están fundidos en la conciencia del narrador que sólo aspira al encuentro del absoluto.

José Francisco Ortiz 
Santa Cruz de Mara 13/4/2011


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