martes, 31 de enero de 2012

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LA RUTA DEL CIELO.



LA RUTA DEL CIELO


 Francisco Rivero Mendoza, pintor venezolano. Cacute Alto



En las ciudades, el orden de las cosas no se manifiesta con la fidelidad que refieren los mapas, y considerándolo desde la perspectiva de las tareas humanas, poco importa. Es posible que esta historia que habré de contar, acuse la inexistencia de un lugar  y de los hombres que la vivieron. Seguramente, de las generaciones que hayan sobrevivido nadie la recuerde o quizás en las almas aturdidas de los circunstantes palideciera como un mal sueño. Si mi amigo (me excuso de nombrarlo por petición del autor) hubiese vivido en una gran ciudad nada de cuanto pudo ocurrirle tendría la mayor trascendencia, apenas la curiosidad vecina o la instantánea noticia periodística hubiera cancelado de inmediato la herida de su alma. Yo mismo me pregunto, si a estas alturas del progreso, hablar de alma es correcto, porque en sesenta años hasta el más lejano de los pueblos ha cambiado en los estilos de vida, y las costumbres ya no son tan sólidas, pues agitadas por el progreso se mimetizan entre las variedad de los signos del mundo.

La historia es morosa, no se deja agarrar. De manera insólita le nacen ramificaciones que no permite que mi memoria la alcance; si no fuera por la desleída escritura que se extiende en la brevedad de esta página robada al tiempo, yo mismo me habría esfumado. Sin embargo, he de señalar algunas circunstancias paralelas antes de expresar todo cuanto se me ha confiado.

Me acercaré todo cuanto pueda en el tiempo, al origen de la historia. En la infancia, los niños de mi pueblo padecíamos de una extraña enfermedad. Enfermedad que los viejos no comprendían, sino hasta más tarde cuando el médico sostuvo que era una especie de ensimismamiento natural  producido por el silencio de la montaña. Mis padres argüían que mi caso debía ser diferente porque había nacido de pie y enmantillado, entonces, la fortuna me sería dada sin medida, y comenzaron a sospechar que algo estaba mal desde el momento del parto porque tardé cinco años en pronunciar las primera palabras, fue tanta la sorpresa que por  momentos todos quedaron mudos, y luego soltaron la risa contenida. Como tardé en habitar el mundo de las palabras, consentí en continuar en silencio, sin mayores quebrantos para mis padres y hermanos, sin embargo, había una expresión entre mis familiares, “este como que va a ser curita”, decían, y volvían a sus quehaceres como si yo no existiera. Y según mis cálculos aquel decir calzaba perfectamente con las veleidades que ocultaba a los ojos de la familia.

José Benlliure y Gil (1855 - 1937) pintor español . Misa- detalle



En fin, mi existencia estaba definida. Fui un místico empedernido. Me inventaba historias (que los demás creían) de apariciones, santos y ángeles que rondaban la casa, y alrededor del pueblo innumerables duendes que se escondían entre los árboles, los zaguanes de las casas abandonadas y en la iglesia. La inocencia de los mayores era causa de mis estados de alegría. No pocas veces fui atormentado por mis propios fantasmas, cuando en las noches, por alguna petición de mis padres, debía salir a la calle a comprar algún alimento, y entre los sobresaltos de mi corazón miedoso, la interrupción de la electricidad y las sombras que salían de todos los lugares, copaban mi silbido en la oscuridad, como si quisieran despertar al mundo que había espantado durante el día.

 José Benlliure y Gil (1855 - 1937) pintor español. Monaguillos

En aquellos días, me hice monaguillo. Aprendí todas las virtudes y defectos de la vida recoleta que habitaba la casa cural, la manera de hacer las ostias  (esto creo haberlo comentado en otra historia), usar el traje de monaguillo, llevar el incensario y cómo lograr que el incienso copara el recinto del templo, y evitar que los otros monaguillos se llevaran las limosnas (debo confesar que por momentos mi vista se perdía entre las imágenes de los vitrales, las esculturas de los santos y la infinidad de velas encendidas a lo largo de las naves de la iglesia,  el párroco siempre contaba el dinero y llevaba una especie de arqueo directamente proporcional a la feligresía que ocupaba el recinto. Nos inquietaba con sus miradas inquisitivas, y, entre suspiros entornaba la mirada hacia la cúpula, como si quisiera alcanzar alguna respuesta celestial, y, de pronto, dejaba rodar una que otra expresión de duda sobre nuestros espíritus. Nos mirábamos y  nuestras miradas se topaban con las del cura, y como si bajáramos por una cuesta terminábamos adosados a nuestra propia indigencia; pero sabía que aquellos mozalbetes, ignorantes y pobres como yo, podrían ser cualquier cosa menos ladrones en la casa de Dios).

No puedo dejar de reconocer que estuve tentado de pedir a mis padres que me enviaran al seminario cuando llegara a la adolescencia. Había como un sentido mágico en toda esa vida de la iglesia. El cura era admirado y querido, sobre todo por las mujeres. El tenía el misterioso don del convencimiento, de hacerlas cambiar. De la noche a la mañana estaban transfiguradas. Los días de confesión esperaban pacientemente las horas, en una larga fila de atormentados seres en busca de la tranquilidad secreta del confesionario.

Léon-Augustin Lhermitte (1844 –1925) pinto, francés. Niños bañándose en un rio   


Al salir del templo, nos íbamos al río. Por supuesto, era domingo, aunque no era necesario porque nosotros inventábamos, como el conejo de Alicia, que todos los días eran domingo. Ahora, no sé cómo he llegado hasta sus orillas, lo veo impasible, cauto, con su rodar de lentas piedras hacia el fondo de los abismos. El cuchicheo frágil de las lavanderas, interrumpido por breves canciones y uno que otro  chillido de los pájaros,  llevándonos al paraíso. Algunas de ellas, de pronto levantó sus enaguas, y con movimientos impulsivos quedó desnuda frente a nosotros, dijo: “Vengan, mis niñitos, que los vamos a confesar”, y la risotada de las otras mujeres se unía al fragor de las piedras en las volteretas suaves del agua. Aquello no pasaba de un escarceo, de un juego en la íngrima vida de las mujeres y el alcohol delirante de eternidad en sus hombres. Sin embargo, el vello oscuro giraba en nuestros ojos como una liebre huyendo de los perros, y nuestros cuerpos temblaban junto a las hojas que el viento arrancaba de las ramas.

La carta aparece, de pronto, como luz filtrada entre los árboles. Las letras rústicas y de nerviosa caligrafía, mostraba una lucidez mortal como pocas veces he encontrado en las mejores páginas de los escritores que había leído para entonces. Me parecía que la fortaleza de la montaña estaba en los peñascos como las ideas de aquel hombre en sus palabras.

No diré su nombre porque una de las lavanderas vivía con él en una casa, no muy distante del pueblo. Cuando levantó el vestido, ya no era el vellón negro lo que atizaba nuestro silencio, sino la frondosidad redonda de su vientre y el ombligo que sobresalía como un ojo enervado. Brillaba, brillaba, y las gotas del agua del río salpicaban los bordes tensos de la piel, y volvían las gotas renovadas y tenían un sonido diferente. No era un sonido, sino la cadencia del coro en la iglesia, en la confesión, y la veía, ataviada con sus ropas de colores, amplias vestiduras y la sonrisa abierta como un lirio al amanecer.

Ahora, los años se han alejado y hay una espesura, un entramado en mis recuerdos, que si no fuera por esta carta que ahora leo, nada hubiera ocurrido. Lo digo porque no es la carta solamente, sino el haber presenciado la conversación de ese hombre con el cura del pueblo, el día que llevó a su difunto hijo para comprarle el pasaje para el cielo. Cómo, me decía en la intimidad de mis pensamientos, era necesario que un niño necesitara de los oficios de la iglesia para entrar al cielo. El escaso séquito había llegado al templo. El cura se negaba a salir porque aquel borracho no tenía cómo pagar la misa. Mi padre y otros amigos, en un gesto de solidaridad, habían comprado el ataúd, las flores y la “tierrita” en el cementerio. Pero el cura estaba renuente. “No hay misa, ni nada de nada, si no hay pago. Es todo –dijo–“. Dando zancadas se alejó hacia la sacristía, mientras la sotana andaba ebria entre las vírgenes y los santos. La Dolorosa se sonrojó, los cirios se fueron  apagando y algunas golondrinas salidas de sus nidos  surcaban traviesas la nave de un extremo a otro. Y fue en ese instante, como si un rayo atravesara al hombre y lo impulsara hacia su destino, corrió detrás del sacerdote, lo tomó por el brazo, algo le dijo al oído, y en la distancia aparecían gestos y manos agitadas contra la oscuridad del templo. Salieron juntos. El cura habló, y  se cumplió la liturgia. “El niño, dijo el cura, ya está en el cielo, con los otros angelitos”.

Nos marcharnos, y ante los ojos atónitos del sacerdote, el hombre confesó a voz en cuello. “Padre, padrecito, usted que es un santo, un verdadero santo, Dios que está en el cielo, le pagará  la misa de mi angelito”.

Ninguno de nosotros llegó a conocer qué se dijeron el hombre y el cura en aquella hora de oprobio, de tristeza y desolación. Y aunque tengo en mis manos la carta, recuperada debajo de algunos objetos y cuadernos desvencijados del fondo del baúl, no quisiera haberla leído nunca.

“Señor cura, padrecito, como siempre le decimos a su merced. Yo me confesé con usted, y usted conoce mis pecados, y los pecados del pueblo, y sus pecados padrecito, perdóneme padrecito, tenía que decírselo, porque me iba a ir al infierno, o mejor dicho ya estaba en él, por miedo, por miedo a la verdad , y que usted se fuera a poner bravo conmigo, y mi mujer no me fuera a hablar más, usted sabe cómo son las mujeres, usted las confiesa, dice cómo deben comportarse y cómo tratar a un borracho como yo, ignorante, que no sirve sino para beber y beber, día y noche, y no tener tiempo para atender los requerimientos de mi mujer, ella, tan solita siempre, menos mal que estaba usted, padrecito, y ¿no va a cumplir usted con mi angelito, su hijo, padrecito?”



José Francisco Ortiz Morillo
 Santa Cruz de Mara, 30/1/2012.

domingo, 29 de enero de 2012

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. LAS MONEDAS



LAS MONEDAS


 
Giacomo Ceruti (1698 - 1767). Pintor italiano. Tres mendigos, 1736




En todas las calles de la tierra
exhiben las vestiduras
de la mendicidad,
la bagatela de su precio
disuelve los sueños,
y la sombra,
el remanente de la fortuna,
repliega sus ilusiones,
porque la vida se estrena
a largo plazo, con las monedas
postergadas de lo humano.


José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 29/1/2012

sábado, 28 de enero de 2012

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. EL ÁNGEL VA DE COMPRAS



EL ÁNGEL VA DE COMPRAS


Abbott Handerson Thayer (1849 –1921) pintor estadounidense. El Ángel







Para Erwin Conte Corvera

 El Ángel va al mall, va de shopping,
como es un curioso empedernido
todo lo toca y lo acerca a su cuerpo
(su cuerpo es translúcido; hay algo
de colmena en su vuelo,
como el susurro perfumado
de un baúl antiguo. Nadie –lo sabemos–
escucha el timbre de su voz),
a veces alguien cree ver una tela,
cortinas que se mueven,
ruidos entre las cajas de zapatos,
(es el viento, un ratón, dicen).
El Ángel en su levedad de ángel
le agrada el vestido humano,
la piel que cubre a ese otro
de costumbres terrenales:
es el miedo lo que más estima
porque tiñe la presencia
de lo invisible, y el ángel
toma las formas que el hombre
ha dibujado de la vida.


José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 24/1/2012   




JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. SIN ALBERGUE EN EL ALMA




SIN ALBERGUE EN EL ALMA


A Cecilia Ortiz, al poder de su palabra en Minumboc



Braulio Salazar (1917-2008). Pintor venezolano. Tarde gris.






En las tinajas
sonaban sus voces,
y la picardía
leve de los pasos
en el clamor de los días.

Las manos tejían
el agua, y en la madera
el alma de la miseria
volvía a la pureza
y era justa la canción
de mi pueblo.

Lo que había perdido,
estaba intacto. El porvenir
ya no era necesario,
había sido extranjero
sin albergue en el alma.




José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 25/1/2012




miércoles, 18 de enero de 2012

LOS MURALES DE ABRIL


Manuel Cabré (España, 1890-Venezuela, 1984). Pintor venezolano




La noche se había esfumado, y los albores del día penetraban como alfileres sobre mis ojos, luego de horas de fiebre intermitente, escalofríos y un sueño recurrente que fui armando al despertar. Me encontraba en una caminata sin tregua por montes de un verdoso pálido, cubierto de lianas que descendían de los árboles y tejían una especie de red sin fin, luego, remontando los alcores que me llevaron a una serranía, una fuente de agua acentuaba el rumbo de un río a lo largo de prados de fieras y pálidas aves en la vastedad de aquellas tierras donde escuchaba el rumor de  cascadas, y el viento que golpeaba los muros de las montañas al barrer sin tregua las arenas ardientes, y sobre los collados un cielo brumoso anunciaba la tempestad, y sin que pudiera atender a otros signos fui atraído, en un momento que no puedo recordar, hacia un sendero que concluía en  una caverna iluminada por antorchas y flamígeros insectos, el viento era apacible. En un lugar impreciso estaba un monje, tenía la cabeza rapada y en actitud contemplativa miraba las piezas quietas del ajedrez. El tablero parecía esculpido en la roca y las piezas eran de mármol. Me esperaba, estoy seguro. Sin ofrecer resistencia, compartí aquella partida. Estaba frente a un maestro. Llegado al punto en que debía dar el mate, levantó su rostro y me pidió que me quedara en aquel lugar. Sorprendido, fui retrocediendo hasta salir del recinto. El viento giró con insistencia y su estado armónico se tornó violento.  Una puerta de cristal se interpuso entre los dos, y antes de alejarme definitivamente, observé en aquel hombre un halo indefinido de pesar.

Jeroen Anthoniszoon van Aeken, conocido como El Bosco o Jerónimo Bosch, pintor neerlandés (1450 - 1516) – El Jardín de las Delicias


Ahora, en la vigilia, intentaré recuperar esas imágenes. Es posible que algunas me acompañan desde la niñez y hayan germinado en esas afiebrabas horas, pues sólo acepto la realidad que precede a mis temblores e inconsciencia. Seguramente el sueño rebasa mis estados de ánimo, y prolongue una experiencia innominada, una ardorosa experiencia de lector que, de alguna manera, se apropia de las escenas, personajes y palabras para construir el mundo que su espíritu anhela frente a las barreras de la cotidianidad. Tal vez, ésta sea la única explicación, como respuesta al zumbido  de los insectos que aún en la vigilia me persiguen y me recuerdan a un libro antiguo que apareció inopinadamente sobre mi escritorio. Por ahora no encuentro la analogía entre aquellos insectos y el libro.  Supondré que forma parte  de la ilustración que aparece en la portada, una imagen del tríptico de El Bosco. El libro es una especie de regalo, no me refiero a un incunable o cosa parecida, tal vez una edición más cercana en el tiempo. Alguien lo envió, y no sé quién, porque no hay membrete ni etiqueta que indicara o diera señales de su remitente y del lugar de procedencia, y, sin embargo, ya no me era extraño porque con cierta frecuencia llegan paquetes con libros, revistas y alguno que otro pasquín con escritos de historias inacabadas, especie de bocetos que tratan de informarme de un escritor apasionado que prefiere el anonimato. Con el tiempo he apreciado su buen gusto, su prosa amena y a ratos cáustica, sin que por ello pierda la opacidad de la costumbre de un individuo constreñido a las maneras tardas de los pueblos del mar, esa es, por lo menos, la respuesta que me doy después de tantas  cavilaciones acerca de este amigo ausente que lleva, eso pienso, un registro pormenorizado de mis actividades domésticas y particulares, y llega expectante a morder la hora. Cada obsequio es una fiel representación de la caja de Pandora. Siempre abre una nueva puerta. Aunque quisiera definir ese rostro anónimo, trato de consolarme con las fantasías que brotan a torrentes de sus escritos. Cuánto no tardan mis fuerzas en redactar una página, hacerla, deshacerla, tachar, corregir y finalmente romperla para volver de puntillas sobre la sombra de la casa donde suelo instalarme…Es un círculo incesante que corroe mis maneras de ver la literatura. Ciertamente, envidio a este amigo escurridizo que me hace llegar tantos y tantos pliegos escritos impecablemente, sin que proceda a exigirme una respuesta perentoria, es decir ninguna respuesta, y no sé qué hacer con las remesas que casi ocupan toda la habitación y mi biblioteca de donde he sido arrojado por la papelería que la inunda, y se deja venir por la puerta hacia el pasillo como un río crecido hacia las habitaciones…

Si  me arriesgara a detener esa obsesión escritural, si terminara con esa manía implacable que se adueña de mi tiempo y de mi vida, tendría unos días de sol y acamparía en la alameda, sobre la hierba, sin ninguna premura hasta que las horas del atardecer me mostraran las primeras estrellas sobre los  rastros del poniente, y me descubrieran más allá de la vigilia, en los albores del sueño, nunca repararía en las carencias de una buena bolsa de dinero, de la gracia de un puesto burocrático, y no temería a la soledad, al abandono que afectan mi tranquilidad. Tal vez, si llegara a ser protegido por  mecenas que me permitieran vivir a mis anchas, sin otra preocupación que atender a los libros, a su dócil entrega, no tendría que rumiar entre tantas apetencias de la vida doméstica y de las formalidades del vecindario. Pero nada de ello es posible. Y en esto, estoy seguro, no podré alcanzar  la bienaventuranza del autor de estos regalos y escritos que empapelan mi casa.

 Este asunto va más allá de lo común, porque mientras miro el libro  sobre el escritorio,  hago rodeos sin sentido en mis pensamientos, como si de él emanara una fuerza, un cierto poder  sobre mis lejanas búsquedas de nombres, frases y no pocas historias pueblerinas; mientras más ocultas, mejor. Debí de haber escrito "secretas", ¿sería más apropiado?, pero prefiero la palabra “ocultas” porque tiene un sabor enigmático, como de sombra, cosa gris que alienta a la pesquisa, al rastro y a la aparición repentina de no sé qué imagen en la mente, porque habré de decirlo de una vez, la palabra secreta ya no tiene ninguna posibilidad de existir ni en la imaginación ni en la realidad, es como si la nada se hubiera apropiado de su identidad. Hace ya mucho tiempo que la hemos arrojado como un estropajo al desván del olvido por innecesaria y falsa.

Entretenido en estas formas que  se desvanecen, expulsadas de no sé dónde, aparecen otras en un celaje casi inadvertido, recortadas sobre el fondo gris de las paredes, y llego a pensar que éstas no han sido construidas con arcilla, que sus adobes firmemente encalados, que han resistido a graves épocas de innobles usos, han sido abandonadas a un destino cruel, porque al más leve temblor de mi cuerpo, descubren un polvillo azul terroso que se adhiere a la piel, como esos aires que el mar vuelca con las olas y nos salpican con desdén, pero tenía la certeza de que esos afiebrados instantes eran como puertas que se abrían hacia una galería de habitaciones de diferentes tamaños, algunas con sus espacios abiertos; luego, otras  abiertas y sus hojas batientes como las velas de un navío en la tempestad, y en esas formas creía reconocer a la distancia el desamparo de Ulises, en un sinfín de instantes atado al mástil y con los oídos bien abiertos para cancelar las probabilidades del secreto, al dejar a las sirenas ahogadas en su propio canto y, sin proponérselo, abrir el cauce hacia lo oculto; también –me dije, en un intento de reconciliación– que es posible exornar, entre la vehemencia y el desorden de tan abigarradas imágenes, un intento por salir y mostrar plenamente, las correspondencias entre lo humano y lo mítico, derivadas de ese simulacro. Debía conformarme con esta suerte de asombro, de la inutilidad del viaje, más que desventurado del griego. Lo sé, porque (páginas atrás) los marineros preparaban sus estrategias y sonaban sus voces en una especie de alerta, asediados por feroces garras que brotaban como extensiones armadas por un mecanismo desconocido y que resultaba espectacularmente espantoso para aquellos risueños aventureros que desenvainaban sus espadas en un intento fallido por defenderse.  Homero, que es un hombre sabio, sabrá sacarlos de ese atolladero infernal del oprobio y la vergüenza, porque es posible que alguna otra historia se haya cruzado en este vértigo de sombras y unas y otras compartan espacios y tiempos distintos. Reconocía, en la intimidad de mis elucubraciones que, también, Homero me forjaba en las historias que desempolvaba del pasado y, al mismo tiempo, creaba las futuras cernidas en espacios recurrentes, como una galería de espejos, donde me encontraría irremisiblemente apostado,  simple y mortal. Envidiaba a los contemporáneos del egregio escritor que lo conocieron y le estimaron en su elocuencia, salvo los mozalbetes con el acertijo de los piojos,  burlándose de él, como lo hacía  Heráclito, celoso.

 Si por fuerza del destino (pienso)  lográramos toparnos con un autor de nuestro tiempo (en carne y hueso, como dice la expresión coloquial) eso, sería un premio de los dioses, tal como me ocurriría un  día de abril de 1961.

 Atravesando los bancos de niebla de mi imaginación, como un espectro viviente y deleitable de aquellos años de mi adolescencia, cuando estudiaba bachillerato en el liceo Baralt, venía hacia mí. Aquel no era un tiempo para el aturdimiento de los sentidos: vivía en un campo petrolero habitado por familias de obreros. Y no tenías otra experiencia, fuera de aquel campo donde todo estaba previsto y no había necesidad de arriesgarse más allá de sus linderos, amén de las caminatas breves  hacia el poblado de Santa Cruz. Tomábamos el autobús hacia Maracaibo. Religiosamente el itinerario se cumplía cuatro veces al día, y éramos felices.

Me encontraba, entonces, en el frontispicio del liceo. Sus columnas y puertas me parecían que estaban hechas para que allí moraran gigantes; los amplios pasillos conducían a un jardín central o plaza donde germinaba la vida. Miraba a mis compañeros que, venidos de lugares distantes, construían con sus palabras universos para mí inaccesibles, porque aquellas palabras tenían acentos extraños y sentidos irreconocibles aún  perteneciendo a nuestra misma lengua. Algún día, me dije, podré reconocerlos y sentirlos como míos. Ese día aún no ha llegado. En fin,  era abril y el sol se instaló entre nosotros con feraz claridad, el aire salobre del lago venteaba sobre los árboles, salpicaba los ventanales y acribillaba nuestros débiles pulmones jadeantes y constreñidos en la marea juvenil que corría por el lugar. No he de hablar de aquellas peripecias, juegos y amores propios de esa juventud. Sería un intento vano, porque qué edad no ha sentido esos fervores. Sólo me detendré, en este instante, como quien va en un carruaje tirado por caballos (uno negro y otro blanco, en honor a Platón) y ordenar al auriga que se detenga en tal o cual sitio.

 Ciertamente, he decidido detenerme por unos instantes. Veo a un hombre venir hacia  el liceo. Nadie le acompañaba, ni siquiera la fortaleza de su estatura; vestido con un traje blanco, una especie de liquilique y sombrero que le guarecía del sol,  parecía que sus pasos andaban sobre una mullida alfombra y la luz la desvanecía en la calzada  y el asfalto rebotaba en mil soles.

 A medida que se acercaba, no sé porqué la imagen del hombre se fundía en otra que había visto en un libro. Cierto. Un libro de cuentos. Y no podía creer lo que mis ojos estaban corroborando, como si se tratara de una disolvencia de imágenes, y alguien regaba por las calles, en un tumulto sin orden ni concierto las letras que cubrían las páginas con historias y eventos vedados al porvenir, y se reconstruían en el hombre a medida que avanzaba, y sin mediar algún significado, ahora se me figuraba un oso blanco relumbrando de pronto en el fulgor de la hora.

Rocío Malavé - Faulkner


 Reconocí a William Faulkner y creía que estaba en posesión de una verdad, y que era el único que podía dar testimonio de ello ante aquella muchachada. Sin embargo, mis pensamientos fueron desmentidos porque un grupo de estudiantes del último año se aproximaron al escritor, lo cercaron con gestos de entusiasmo ceremonial y como si se tratara de la conquista de un territorio lo hicieron inaccesible. Había leído a Faulkner de manera dispersa, como correspondía a mis pocos años, traté de hacerlo saber. De nada valieron mis menudos argumentos, nombrar algunos de sus libros, ni hilar algún párrafo entre el miedo y el  tartamudeo. Nada, absolutamente nada logré, porque sentía como si me hubieran arrebatado un tesoro; lo introdujeron a la sala de la dirección y ya puertas cerradas, íngrimo, en la más absoluta indefensión, nada podía hacer y la voz de Faulkner se quedaría entre las paredes sin que jamás la llegara a escuchar
 Sólo me quedan pedazos de palabras,  instantes borrosos... La dirección estaba en un amplio salón, en el ala derecha, prácticamente a pocos pasos de la entrada. Había gradas en los extremos. Y aquellas que daban a la planta alta (nosotros llamábamos primer piso), justamente en la pared contigua, a cierta altura, había un boquete, una especie de tragaluz que mostraba totalmente el espacio interno de la dirección.

Cuántas veces no dejé de mirar a aquel círculo. También lo hago en este momento en que mis recuerdos escriben, cuando mis compañeros, en un gesto de solidaridad y de fortaleza, hicieron una escalera humana para que subiera y desde ahí, a pesar de que el tragaluz estaba protegido por vidrio, como quien desde la cofa de un mastelero, avistara felizmente alguna tierra ignota, después de  infinitas singladuras en una travesía donde yo era Ulises, y trepando sobre las olas, como hacía a menudo en los tejados de mi pueblo, alcanzara la gloria. El grupo  escuchaba, no sé qué  memoria del gran oso norteamericano. Acurrucado, era un niño en gestación, expectante. Veía  movimientos de  manos, como  velas rompiendo el viento hacia un mar lejano…


 José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 30/12/2011.

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. QUÉ HACEMOS LOS POETAS



QUÉ HACEMOS LOS POETAS




"Los bertsolaris", pintura de Valentín de Zubiaurre (1919)
 Valentín de Zubiaurre (1879 – 1963). Pintor vasco. Los bertsolaris, 1919






Qué podemos hacer los poetas,
si nuestro universo es tan pequeño:
a veces una voz contra el silencio,
un silencio contra el griterío
del mundo; una calle, un árbol
algún pájaro en el hervor del día,
porque sólo trastocamos
las palabras que la vida
solícita escoge por nosotros,
y nos reprueba, porque alguien
no sabemos quién–
oculta su contenido manifiesto.



José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 11/1/2012

domingo, 1 de enero de 2012

JOSÉ FRANCISCO ORTIZ MORILLO. EL MUNDO



EL MUNDO



Frederic Edwin Church, pintor estadounidense (1826 – 1900) - Cruz en un paisaje agreste





El mundo es un ovillo
de hilos dorados,
y en su vuelo lleva
el azul por horizonte,
un pájaro esquivo
de envolventes plumas,
un destello conquistado
del muro de las sombras,
porque alguien teje,
con denodada ilusión,
sus espacios vivientes.



José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 31/12/2011