LA RUTA DEL CIELO

En las ciudades, el orden
de las cosas no se manifiesta con la fidelidad que refieren los mapas, y
considerándolo desde la perspectiva de las tareas humanas, poco importa. Es
posible que esta historia que habré de contar, acuse la inexistencia de un lugar
y de los hombres que la vivieron.
Seguramente, de las generaciones que hayan sobrevivido nadie la recuerde o
quizás en las almas aturdidas de los circunstantes palideciera como un mal
sueño. Si mi amigo (me excuso de nombrarlo por petición del autor) hubiese vivido en una gran ciudad nada de cuanto pudo ocurrirle tendría la mayor
trascendencia, apenas la curiosidad vecina o la instantánea noticia
periodística hubiera cancelado de inmediato la herida de su alma. Yo mismo me
pregunto, si a estas alturas del progreso, hablar de alma es correcto, porque
en sesenta años hasta el más lejano de los pueblos ha cambiado en los estilos
de vida, y las costumbres ya no son tan sólidas, pues agitadas por el progreso
se mimetizan entre las variedad de los signos del mundo.
La historia es morosa, no
se deja agarrar. De manera insólita le nacen ramificaciones que no permite que
mi memoria la alcance; si no fuera por la desleída escritura que se extiende en
la brevedad de esta página robada al tiempo, yo mismo me habría esfumado. Sin
embargo, he de señalar algunas circunstancias paralelas antes de expresar todo
cuanto se me ha confiado.
Me acercaré todo cuanto
pueda en el tiempo, al origen de la historia. En la infancia, los niños de mi
pueblo padecíamos de una extraña enfermedad. Enfermedad que los viejos no
comprendían, sino hasta más tarde cuando el médico sostuvo que era una especie
de ensimismamiento natural producido por
el silencio de la montaña. Mis padres argüían que mi caso debía ser diferente
porque había nacido de pie y enmantillado, entonces, la fortuna me sería dada
sin medida, y comenzaron a sospechar que algo estaba mal desde el momento del
parto porque tardé cinco años en pronunciar las primera palabras, fue tanta la
sorpresa que por momentos todos quedaron
mudos, y luego soltaron la risa contenida. Como tardé en habitar el mundo de
las palabras, consentí en continuar en silencio, sin mayores quebrantos para
mis padres y hermanos, sin embargo, había una expresión entre mis familiares,
“este como que va a ser curita”, decían, y volvían a sus quehaceres como si yo
no existiera. Y según mis cálculos aquel decir calzaba perfectamente con las
veleidades que ocultaba a los ojos de la familia.

José Benlliure y Gil (1855 - 1937) pintor español . Misa- detalle
En fin, mi existencia
estaba definida. Fui un místico empedernido. Me inventaba historias (que los
demás creían) de apariciones, santos y ángeles que rondaban la casa, y
alrededor del pueblo innumerables duendes que se escondían entre los árboles,
los zaguanes de las casas abandonadas y en la iglesia. La inocencia de los mayores
era causa de mis estados de alegría. No pocas veces fui atormentado por mis
propios fantasmas, cuando en las noches, por alguna petición de mis padres,
debía salir a la calle a comprar algún alimento, y entre los sobresaltos de mi
corazón miedoso, la interrupción de la electricidad y las sombras que salían de
todos los lugares, copaban mi silbido en la oscuridad, como si quisieran
despertar al mundo que había espantado durante el día.

En aquellos días, me hice
monaguillo. Aprendí todas las virtudes y defectos de la vida recoleta que
habitaba la casa cural, la manera de hacer las ostias (esto creo haberlo comentado en otra
historia), usar el traje de monaguillo, llevar el incensario y cómo lograr que
el incienso copara el recinto del templo, y evitar que los otros monaguillos se
llevaran las limosnas (debo confesar que por momentos mi vista se perdía entre
las imágenes de los vitrales, las esculturas de los santos y la infinidad de
velas encendidas a lo largo de las naves de la iglesia, el párroco siempre contaba el dinero y
llevaba una especie de arqueo directamente proporcional a la feligresía que
ocupaba el recinto. Nos inquietaba con sus miradas inquisitivas, y, entre
suspiros entornaba la mirada hacia la cúpula, como si quisiera alcanzar alguna
respuesta celestial, y, de pronto, dejaba rodar una que otra expresión de duda
sobre nuestros espíritus. Nos mirábamos y
nuestras miradas se topaban con las del cura, y como si bajáramos por
una cuesta terminábamos adosados a nuestra propia indigencia; pero sabía que
aquellos mozalbetes, ignorantes y pobres como yo, podrían ser cualquier cosa
menos ladrones en la casa de Dios).
No puedo dejar de
reconocer que estuve tentado de pedir a mis padres que me enviaran al seminario
cuando llegara a la adolescencia. Había como un sentido mágico en toda esa vida
de la iglesia. El cura era admirado y querido, sobre todo por las mujeres. El
tenía el misterioso don del convencimiento, de hacerlas cambiar. De la noche a
la mañana estaban transfiguradas. Los días de confesión esperaban pacientemente
las horas, en una larga fila de atormentados seres en busca de la tranquilidad
secreta del confesionario.

Léon-Augustin Lhermitte (1844
–1925) pinto, francés. Niños bañándose en
un rio
Al salir del templo, nos
íbamos al río. Por supuesto, era domingo, aunque no era necesario porque
nosotros inventábamos, como el conejo de Alicia, que todos los días eran
domingo. Ahora, no sé cómo he llegado hasta sus orillas, lo veo impasible,
cauto, con su rodar de lentas piedras hacia el fondo de los abismos. El
cuchicheo frágil de las lavanderas, interrumpido por breves canciones y uno que
otro chillido de los pájaros, llevándonos al paraíso. Algunas de ellas, de
pronto levantó sus enaguas, y con movimientos impulsivos quedó desnuda frente a
nosotros, dijo: “Vengan, mis niñitos, que los vamos a confesar”, y la risotada
de las otras mujeres se unía al fragor de las piedras en las volteretas suaves
del agua. Aquello no pasaba de un escarceo, de un juego en la íngrima vida de
las mujeres y el alcohol delirante de eternidad en sus hombres. Sin embargo, el
vello oscuro giraba en nuestros ojos como una liebre huyendo de los perros, y
nuestros cuerpos temblaban junto a las hojas que el viento arrancaba de las
ramas.
La carta aparece, de
pronto, como luz filtrada entre los árboles. Las letras rústicas y de nerviosa
caligrafía, mostraba una lucidez mortal como pocas veces he encontrado en las
mejores páginas de los escritores que había leído para entonces. Me parecía que
la fortaleza de la montaña estaba en los peñascos como las ideas de aquel
hombre en sus palabras.
No diré su nombre porque
una de las lavanderas vivía con él en una casa, no muy distante del pueblo.
Cuando levantó el vestido, ya no era el vellón negro lo que atizaba nuestro
silencio, sino la frondosidad redonda de su vientre y el ombligo que sobresalía
como un ojo enervado. Brillaba, brillaba, y las gotas del agua del río
salpicaban los bordes tensos de la piel, y volvían las gotas renovadas y tenían
un sonido diferente. No era un sonido, sino la cadencia del coro en la iglesia,
en la confesión, y la veía, ataviada con sus ropas de colores, amplias
vestiduras y la sonrisa abierta como un lirio al amanecer.
Ahora, los años se han
alejado y hay una espesura, un entramado en mis recuerdos, que si no fuera por
esta carta que ahora leo, nada hubiera ocurrido. Lo digo porque no es la carta
solamente, sino el haber presenciado la conversación de ese hombre con el cura
del pueblo, el día que llevó a su difunto hijo para comprarle el pasaje para el
cielo. Cómo, me decía en la intimidad de mis pensamientos, era necesario que un
niño necesitara de los oficios de la iglesia para entrar al cielo. El escaso
séquito había llegado al templo. El cura se negaba a salir porque aquel
borracho no tenía cómo pagar la misa. Mi padre y otros amigos, en un gesto de
solidaridad, habían comprado el ataúd, las flores y la “tierrita” en el
cementerio. Pero el cura estaba renuente. “No hay misa, ni nada de nada, si no
hay pago. Es todo –dijo–“. Dando zancadas se alejó hacia la sacristía, mientras
la sotana andaba ebria entre las vírgenes y los santos. La Dolorosa se sonrojó,
los cirios se fueron apagando y algunas
golondrinas salidas de sus nidos
surcaban traviesas la nave de un extremo a otro. Y fue en ese instante,
como si un rayo atravesara al hombre y lo impulsara hacia su destino, corrió
detrás del sacerdote, lo tomó por el brazo, algo le dijo al oído, y en la
distancia aparecían gestos y manos agitadas contra la oscuridad del templo.
Salieron juntos. El cura habló, y se
cumplió la liturgia. “El niño, dijo el cura, ya está en el cielo, con los otros
angelitos”.
Nos marcharnos, y ante
los ojos atónitos del sacerdote, el hombre confesó a voz en cuello. “Padre,
padrecito, usted que es un santo, un verdadero santo, Dios que está en el
cielo, le pagará la misa de mi
angelito”.
Ninguno de nosotros llegó
a conocer qué se dijeron el hombre y el cura en aquella hora de oprobio, de
tristeza y desolación. Y aunque tengo en mis manos la carta, recuperada debajo
de algunos objetos y cuadernos desvencijados del fondo del baúl, no quisiera
haberla leído nunca.
“Señor cura, padrecito,
como siempre le decimos a su merced. Yo me confesé con usted, y usted conoce
mis pecados, y los pecados del pueblo, y sus pecados padrecito, perdóneme
padrecito, tenía que decírselo, porque me iba a ir al infierno, o mejor dicho
ya estaba en él, por miedo, por miedo a la verdad , y que usted se fuera a
poner bravo conmigo, y mi mujer no me fuera a hablar más, usted sabe cómo son
las mujeres, usted las confiesa, dice cómo deben comportarse y cómo tratar a un
borracho como yo, ignorante, que no sirve sino para beber y beber, día y noche,
y no tener tiempo para atender los requerimientos de mi mujer, ella, tan solita
siempre, menos mal que estaba usted, padrecito, y ¿no va a cumplir usted con mi
angelito, su hijo, padrecito?”
José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 30/1/2012.