EL
ÁNGEL DE LA PLAYA
 |
Flor Garduño (1957). Fotógrafa mexicana. Camino del Camposanto. Tixán, Ecuador, 1988. |
Debió de ser a principio de 1951, porque mis recuerdos
llegan hasta esos recodos del tiempo cuando vivía en mi pueblo natal. Si
desviara la intención del olvido, pudiera ser que otras historias vinieran del
espacio donde las he guardado y vindiquen mi infancia de sobresaltos y
penalidades no exentas del común de los niños de entonces… Pero ésta que ahora
trato de narrar, ocurrió un día sábado, lo sé porque era la única razón para
que yo estuviera en aquel lugar frente a la pulpería de Rondón, atraído por la
luz macilenta del amanecer, el ronroneo de los primeros automóviles que al
hacer la travesía de la montaña llegaban al pueblo en obligado tránsito por el
caserío.
Por el camino, en sentido opuesto venían dos hombres.
Lentos al andar, cabizbajos como si arrastraran una cuerda muy larga y pesada,
los sombreros ocultaban sus rostros, pero las ropas campesinas eran
blanquísimas como la misma niebla que ahora se cruza frente a mis ojos cuando
veo al mínimo ataúd que el hombre de adelante llevaba en su hombro derecho.
Parecía que flotaban en cada paso que daban cuando
comenzaron a subir la cuesta hacia el cementerio. Alguien detrás de mí, dijo:
“Es un angelito”. La frase turbó mis pensamientos. Pensamientos de niño,
por supuesto, porque no atino a refrescarlos después de tantos años.
Seguramente tenían que ver con mis escarceos de querer ser monaguillo en la
iglesia y nunca había visto a un angelito, y menos en aquellas circunstancias
cuando le gente aún dormía y sólo algunos parroquianos celebraban el amanecer.
Me uní al cortejo. Ya éramos cuatro, rumbo al campo
santo. La travesía era lenta, pero sin fatiga, pues me transportaba la
fantasía, me veía en el cielo saltando de nube en nube y con giros y cabriolas
haciendo travesuras frente a las mismas barbas de Dios. Esa noche soñé que lo
tenía frente a mí con severo rostro y recriminaba mis ligerezas con los demás
angelitos. Supuse luego, que nuestros sueños son menos libres que la fantasía.
Que ésta anda a sus anchas por el mundo y sólo con los límites de quien la posee,
pero los sueños nos atan, están ligados indefectiblemente a las costumbres y al
ser colectivo de nuestras familias.
No me di cuenta cuándo y cuántos rodeos hicimos para
llegar al lugar reservado para los ángeles. Volví en mí cuando sentí la
mirada de los hombres como si trataran de hacer una comparación que no lograba
explicarme. Miraban el sepulcro con precisión. Dieron unas zancadas. Arquearon
sus piernas. Uno de ellos tomó en sus manos el ataúd, flexionó hacia lo
profundo, y luego de varios intentos, ya exhausto, parpadeó lentamente como si
hubiera en ello una súplica que el otro hombre descifró pues volvió
instintivamente la mirada hacia mí.
- ¿Puedes entrar? – me dijo casi como súplica, como si
viniera de una total derrota. Y me pareció que la palabra entrar era perfecta,
mejor que bajar. Entrar era subir al cielo, bajar era quedarse en la
tierra en la soledad de aquel lugar atrapado entre las montañas. Aquella frase
me parecía un premio. No había sido dicha opresivamente aunque sí con cierta
amargura de quien no había cumplido una promesa. Intuí que se trataba del padre
de aquel niño y no me resistí a la petición que se me formulaba.
Una vez dentro del sepulcro, podía moverme con cierta
agilidad pues parecía que estaba hecho para mí. El olor de la tierra húmeda y
el calor que surgía de sus muros me abrigaban como lo hacía mi madre en las
noches de invierno. ¿Qué vi entonces? ¿Qué voces escuché? ¿Qué coros cantaban
hacia la altura donde las nubes fisgoneaban aquel acto de redención humana?
Yo sólo vi cuando mis brazos bajaban lentamente, y no
sin el sobresalto de aquellos hombres que pensaban, seguramente, que el ataúd
caería de mis manos.
En la sombra de la tierra dormida, coloqué el pequeño
féretro del Ángel de la Playa.
José Francisco Ortiz Morillo
Santa Cruz de Mara, 22/12/2011.